lunes, 7 de enero de 2013



IBN ‘ARABÎ: EL VIAJE EXTERIOR Y EL VIAJE INTERIOR

         
         
El viaje exterior

Murciano de nacimiento y sevillano de adopción —puesto que en esta última ciudad vivió desde los siete años hasta que abandonó, a la edad de treinta y seis, definitivamente al-Ándalus—, Muhammad ibn ‘Alî ibn al-‘Arabî al-Tâ’î al-Hâtimî, también conocido generalmente como al-Saykh al-Akbar («El más grande maestro») y Muhyaîddîn («Vivificador de la religión»), vino al mundo el 17 de Ramadán del año 560 de la era islámica, correspondiente al 28 de julio del año 1165 de la cristiana. Siempre firmaba sus obras con el sobrenombre de «el Andalusí», poniendo de relieve el profundo respeto que le producía su ascendencia cultural. El motivo de su temprano traslado a Sevilla fue que el padre comenzó a trabajar en la administración del floreciente régimen almohade que, por aquel entonces, gobernaba buena parte de al-Ándalus y del norte de África. Es precisamente el año del traslado a Sevilla de la familia de Ibn ‘Arabî (es decir, el 568/1172), el elegido por el sultán almohade Abû Yaqûb Yûsuf para convertir a la ciudad hispalense en capital de su imperio.
De este modo, su infancia transcurre felizmente, dedicada principalmente a los estudios y otras actividades —como cacerías, fiestas, etcétera— propias de las clases acomodadas de la época, hasta que, cierta noche, mientras se encuentra en una fiesta con sus amigos, escucha de pronto una voz procedente de su interior, que le espeta: «¡Muhammad, no es para esto para lo que te he creado!» Siente en ese mismo instante el impulso irresistible de abandonar la vida superficial que ha llevado hasta entonces y, sin mediar palabra con sus compañeros, abandona el lugar para dirigirse a uno de los muchos cementerios que entonces rodeaban la capital sevillana. Todavía es objeto de debate si es, en este primer retiro, cuando disfruta de una importante visión en la que se le aparecen Jesús, Moisés y Muhammad —las tres principales figuras del monoteísmo—, dándole cada uno de ellos un mensaje, especialmente dirigido a él, al que se atendrá durante el resto de su vida. Jesús le aconseja que renuncie a todas sus posesiones materiales, Moisés le entrega un disco solar y le vaticina la obtención del conocimiento transcendental de la unidad, mientras que Muhammad le recomienda que se aferre a él si quiere mantenerse a salvo. Y, a partir de ese momento —señala Ibn ‘Arabî—, ya no abandonaría jamás el estudio de los ahâdîz o tradiciones proféticas.
Este inesperado suceso supone el verdadero principio de su carrera espiritual, un inicio que tiene lugar a la temprana edad, a lo sumo, de catorce o quince años. Fue también este insólito incidente el que movió al gran médico, jurista y filósofo Ibn Rûshd (conocido en la Europa cristiana como Averroes) a querer ver al joven, pues deseaba conocer de primera mano a alguien que hubiese alcanzado la iluminación. No nos detendremos ahora en los detalles de la célebre entrevista que, auspiciada por el padre de Ibn ‘Arabî y buen amigo del viejo filósofo aristotélico, ambos mantuvieron, sino que tan sólo subrayaremos las palabras que, posteriormente, le comentó el filósofo al padre, diciéndole que daba «gracias a Allâh que le permitía vivir en un tiempo en el cual podía ver con sus propios ojos a un hombre que había entrado ignorante en el retiro espiritual para salir de él como había salido, sin auxilio de enseñanza alguna, sin lectura, sin estudio, sin aprendizaje de ninguna especie».
Su temprana iluminación nos conduce a otro importante detalle a tener en cuenta en su siempre sorprendente trayectoria vital, ya que después de esa primera y reveladora experiencia, no ingresa de inmediato formalmente en la vía del sufismo, sino que transcurre un lustro hasta que entabla relaciones, cuando ya ha cumplido veinte años de edad, con los primeros maestros humanos, como Abû-l-‘Abbâs al-‘Uryabî, Abû Ya’qûb Yûsuf al-Kûmî o ‘Abd al-‘Azîz al-Mahdawî, las célebres maestras —la una con ochenta y cinco años y la otra con más de noventa— Yasmîna de Marchena y Fâtima de Córdoba, así como muchos otros de los que nos ha dejado un conmovedor e impresionante testimonio en el libro Rûh al-Quds, escrito en La Meca en el año 600/1203 y traducido parcialmente al castellano por Miguel Asín Palacios con el título de La epístola de la santidad.
La mayoría de personajes reseñados en el texto recién mencionado, por no decir todos, pertenecen a la categoría espiritual de las Gentes de la Reprobación (malâmiyya o malamaties, aunque Ibn ‘Arabî siempre prefiere el primer término). Estos son los santos ocultos en este mundo y los amigos que, según se afirma, Dios ha elegido para sí, quienes revisten con el manto de los actos ordinarios el profundo secreto espiritual de que son portadores. De ellos nos dice: «No se diferencian del resto de los creyentes por nada que pudiese hacerlos destacar […] Viven recluidos en Dios y no abandonan jamás su estado de servidumbre; son puros esclavos consagrados a su Señor. Ya sea que estén comiendo, bebiendo, despiertos o dormidos, lo contemplan de continuo […] Habiendo constatado que Dios se oculta en sus criaturas, también se ocultan de ellas» (Futûhât, III, p.35). A pesar de sus más que encomiables virtudes, quienes componen este selecto grupo disimulan sus profundas experiencias espirituales, no se arrogan ninguna sabiduría ni poder especial y suelen, por tanto, aparecer ante los demás como personas completamente ordinarias. Tal como afirma un antiguo adagio sufí: «Cuando están, nadie advierte su presencia y, si se marchan, ninguno se percata de su ausencia».
En el año 586/1190, experimenta, en la ciudad de Córdoba, la primera de dos importantes visiones que serán clave en su futura trayectoria espiritual, puesto que en ella se le anuncia, rodeado por la asamblea inmemorial de todos los profetas del pasado, que es, nada menos, que el denominado «sello de la santidad muhammadí», es decir, el último santo en recibir íntegramente la herencia espiritual del profeta Muhammad. No obstante, Ibn ‘Arabî no es el primer autor musulmán en referirse al sello de la santidad, sino que la idea ya aparece en un sabio anterior, de nombre al-Hakîm al-Tirmidhî, una de cuyas principales obras se titula, precisamente, El sello de la santidad (Khatm al-walâya). Aunque su autor no dilucida, en dicho texto, la identidad del sello, plantea 157 preguntas que debe responder todo aquel que se atribuya tan elevado rango. La segunda sección del extenso capítulo 73 de las Futûhât al-Makkiya constituye una serie de cumplidas respuestas a dicho cuestionario.
La función de un sello es cerrar y, en este sentido, el sello de la profecía es, en el contexto islámico, la figura de Muhammad, porque clausura el ciclo de la profecía legislativa y porque, después de él, ya no aparece ningún nuevo enviado investido de esa función. El sello de la santidad, por su parte, cierra el ciclo de un determinado tipo de santidad, en este caso la de los santos que heredan completamente sus conocimientos y carismas del profeta Muhammad. De acuerdo al exhaustivo análisis efectuado por el Shaykh al-Akbar, cada santo se encuentra «a los pies» de un determinado profeta. Hay santos que son crísticos (o ishâwîs) y siguen los pasos de Jesús, recibiendo de él su sabiduría y carismas específicos. Otros son mosaicos, abrahámicos, muhammadíes, etcétera, o bien son herederos de varios profetas al unísono. Por ejemplo, Ibn ‘Arabî se declara, en distintas etapas de su periplo vital, crístico, mosaico, heredero del profeta Hûd y, por último, muhammadí. La herencia espiritual que recibe cada santo puede ser completa o parcial, aunque siempre estará en consonancia con la tipología profética predominante. De ese modo, uno de los principales rasgos de quienes heredan la sabiduría profética de Jesús es la compasión ilimitada hacia todas las criaturas o, gracias al poder de su energía espiritual, la capacidad de sanar enfermedades e incluso de devolver la vida. Por su parte, lo que identifica a los herederos muhammadíes, además de su pura y completa servidumbre con respecto a Dios, es que participan de la cualidad sintética del mensaje de Muhammad, abrazando en esencia todas las posibles expresiones de la espiritualidad y recogiendo el mensaje de todos los profetas anteriores.
En el año 589 de la era islámica (correspondiente al 1193 de la cristiana), Ibn ‘Arabî cruza, cuando tiene veintiocho años de edad, por primera vez el Estrecho, siendo a partir de entonces tres las ocasiones en que efectuará este mismo recorrido para dirigirse a distintos emplazamientos del Magreb y para emprender, por último, su viaje sin retorno a Oriente. En la primera de ellas viaja, acompañado de su padre,  a Túnez, ciudad en la que residirá casi un año trabando relación con el Shaykh Abd al-‘Azîz al-Mahdawî, a quien dedicará, tiempo después, el prólogo de su opus magnum, las Futûhât al-Makkiya, así como la ya citada Epístola de la santidad.
Es a partir de una experiencia acaecida en Túnez cuando pasa —según escribe— a morar de manera permanente en la Tierra de la Realidad, también llamada Vasta Tierra de Allâh, en referencia a la aleya coránica que dice: «¡Oh, mis servidores, Mi Tierra es vasta, adoradme pues» (29:56). Conocida como la Morada de los Símbolos y bautizada por Henry Corbin como mundus imaginalis, este dominio sutil, construido a partir de un grano sobrante de la arcilla primordial con que fuera creado Adán, es la dimensión intermedia donde, según la conocida formulación akbarí, se materializan los espíritus y se espiritualizan los cuerpos, el ámbito en el que confluyen lo inteligible y lo sensible, el istmo que congrega las realidades de los mundos superiores e inferiores y el lugar en el que el adorador contempla directamente a su objeto de adoración. Asimismo —subraya nuestro autor— la persona que habita en la Tierra de la Realidad percibe a Dios en todas las cosas porque, para ella, Dios nunca deja de estar presente. Esté donde esté, siempre habita en la Vasta Tierra de Allâh.
Antes de concluir el año 590/1194, ya se encuentra de vuelta en al-Ándalus, donde al poco fallece su padre. La madre no tardará en seguir al padre cuando todavía no ha concluido ese año. Según parece, es tras su retorno de este viaje cuando emprende su febril producción literaria escribiendo dos textos, traducidos al castellano como Las contemplaciones de los misterios (Kitâb mashahîd al-asrâr al-qudsiyya) y El divino gobierno del reino humano (Tadbîrat al-ilâhiya), este último elaborado en el curso de cuatro días.
Siempre fiel a la máxima de recorrer infatigablemente la Vasta Tierra de Allâh, un año después lo encontramos en la ciudad de Fez, residencia de numerosos sufíes y, debido a pasadas turbulencias históricas, lugar de exilio de bastantes andalusíes. En este primer viaje, conoce a su fiel discípulo, compañero y amigo, Badr al-Habashî, quien ya no le abandonará hasta su propio fallecimiento, ocurrido en Anatolia dos décadas y media después. En la ciudad magrebí disfruta, tanto en esta primera y breve visita, como en las otras dos que efectuará en años posteriores, de poderosas experiencias. Así, por ejemplo, penetra en la Estación de la Luz, viéndose transformado, según su propia descripción, en un rostro sin nuca, en un ojo total, capaz de captar simultáneamente todas las direcciones del espacio. Y leemos en el Corán: «No descubre a nadie lo que tiene oculto salvo a aquel a quien acepta como enviado; entonces hace que le observen por delante y por detrás» (72:26/27). Recoge la tradición, en este sentido, que el profeta Muhammad era un hombre sin nuca, capaz de observar, sin obstrucción alguna, tanto lo que había delante de él como lo que tenía a sus espaldas. Este es también, dicho sea de paso, uno de los signos distintivos de los santos y herederos muhammadíes.
Podemos fechar también en el segundo viaje a Fez —acaecido en el año 593/1197— la composición de uno de sus más bellos textos, el Libro del Viaje Nocturno (Kitâb al-Isrâ’). La expresión «Viaje Nocturno» hace referencia a la experiencia del profeta Muhammad, en la que se vio transportado de La Meca a Jerusalén y, desde allí, atravesando todas las esferas celestiales y reinos de la existencia, hasta arribar «a la distancia de dos arcos o menos» (Cor. 52:9) de la presencia divina. Según la siempre recomendable Claude Addas, en dicho Viaje Nocturno, Ibn ‘Arabî alcanza dos certezas. La primera se refiere a su función como sello de la santidad muhammadí, y la segunda, a que esta importante misión exigirá de él que, desde la periferia del mundo musulmán, emigre hacia su centro y se establezca allí.
Tras esta segunda estancia en Fez, regresa de nuevo a al-Ándalus y emprende entonces una larga peregrinación de despedida que, no sin cierta melancolía, describe en una carta dirigida a un amigo, probablemente el shaykh tunecino al-Mahdawî. De ese modo, pasa por Algeciras, Ronda, Sevilla, Córdoba, Granada y Murcia, su ciudad natal, en la que pone fin a su viaje de adiós. A partir de ese momento —escribe en la mencionada carta—, ya no visitará a nadie más durante el resto del tiempo que permanezca en al-Ándalus. Sobreviene entonces en su biografía un periodo de año y medio, envuelto en la bruma del misterio, sobre el que no disponemos de dato alguno. Puede que consagrase ese tiempo, lejos de toda mirada humana, al recogimiento y el recuerdo de Dios, una práctica que llevó a cabo en distintas etapas de su vida.
En el año 597/1200 cruza por última vez el Estrecho de Gibraltar y encamina sus pasos hacia la población marroquí de Salé, pues quiere despedirse del Shaykh al-Kûmî, uno de sus principales amigos y maestros de juventud. Después, en el camino que conduce a Marrakech, en una pequeña localidad llamada actualmente Guisser, alcanza la llamada «Estación de la Proximidad» (maqâm al-qurba), último grado de la jerarquía de los santos. Seguidamente pasa por Fez y, desde aquí, se dirige a la población argelina de Bugía, donde tiene una visión en la que contrae nupcias con todas las estrellas del firmamento y las letras del alifato. Desde esta última población se traslada a Túnez, ciudad en la que permanece nueve meses junto a su amigo al-Madhawî. Túnez se convierte, de este modo, en su última parada en Occidente. A partir de ese momento, ya no retornará jamás.
El Cairo, Hebrón —donde visita la tumba de Abraham—, Jerusalén y la ciudad santa de Medina, en la que presenta sus respetos ante la tumba del Profeta, son las siguientes etapas de su itinerario, hasta que, por fin, en el año 598/1202, arriba a La Meca. Desde Jerusalén a La Meca hace el trayecto a pie. La llegada a la ciudad santa se produce cuando cuenta treinta y ocho años, en el momento en que la vida de muchos seres humanos se divide, psicológicamente hablando, en dos mitades. La mediana edad también es el periodo vital que señala, según la tradición, el principio de la misión profética. Ningún profeta ha iniciado su labor pública antes de ese periodo.
Así pues, como podemos comprobar, tarda dos años, desde que sale de al-Ándalus, en alcanzar la ciudad santa. Parece como si esté midiendo perfectamente los tiempos y que deba llegar allí cuando se encuentre suficientemente maduro para recibir la investidura definitiva como sello de la santidad muhammadí. Experiencias como las ocurridas en Córdoba, Túnez, Fez, Guisser, Bugía y, por último, La Meca, forman parte de un itinerario interior que transcurre paralelamente a su recorrido por la geografía exterior. Todas sus vivencias anteriores constituyen, desde esta perspectiva, escalones sucesivos y bien ordenados en su aproximación a la Ka’ba, la Piedra Negra, el centro supremo de la revelación muhammadí.
No ha transcurrido mucho tiempo desde su llegada, cuando circunvalando la Ka’ba, tiene otra experiencia visionaria que le llevará a escribir su gran obra, las Futûhât. Mientras circunvala la Piedra Negra, se encuentra con un misterioso joven (fatâh), absorto en sus devociones, con el que entabla una comunicación silenciosa, más allá del espacio y el tiempo, que le aporta la comprensión suprema de su yo esencial. De este joven nos dice el Shaykh al-Akbar, que es el «elocuente silencioso, el cual no está ni vivo ni muerto, el compuesto simple, el envolvente y lo envuelto […], el conocimiento, lo conocido y el conocedor» (Futûhât, I, pp. 47-51). Dicho joven le comunica sin palabras que debe hacer las circunvalaciones preceptivas a la Piedra Negra siguiendo sus huellas para tomar de él, silenciosamente y a través de signos, aquello que transcribirá en su libro y dictará a sus copistas. Precisar que el fatâh es también aquel que rompe los ídolos, y el ídolo fundamental de todo ser humano —puntualiza Ibn ‘Arabî— es su propio ego.
Visiones excelsas, profundas experiencias, irrupciones del misterio en sus visitas a la Piedra Negra, así como varios libros escritos y el establecimiento de importantes relaciones discipulares y personales, su fecunda estancia en La Meca marca un antes y un después en su biografía. No obstante, a pesar de sus inmensas dotes espirituales, cierto día, se ve asaltado por el desánimo al constatar que son muchos los que emprenden el camino, pero pocos quienes lo recorren hasta sus últimas consecuencias, y decide renunciar a impartir enseñanza alguna para consagrarse, anónima y humildemente, al cultivo de la sabiduría divina. Sin embargo, es disuadido de ello durante un sueño en el que se ve, en el día del Juicio Final, compareciendo con la cabeza agachada ante el Altísimo y, mientras espera ser castigado por su negligencia, recibe el siguiente mensaje: «¡Oh, siervo mío, no temas nada! Todo lo que te pido es que aconsejes a mis siervos», añadiendo que, después de haber tenido esa visión, comenzó a enseñar a los hombres para mostrarles el camino evidente y los peligros que había que evitar, dirigiéndose a todos: alfaquíes, pobres de Dios, sufíes y simples creyentes.
Tras dos años seguidos en la ciudad santa, se lanza de nuevo al camino, acompañado de su fiel amigo Badr al-Habashî y de Majd al-Dîn al-Rûmî —un alto dignatario procedente de Malatya (la antigua Melitene romana, situada en Anatolia) al que ha conocido en La Meca— y, pasando por Medina y Jerusalén (donde escribe cinco textos en el curso de un mes), se dirige, a través de Bagdad y Mosul, hasta Konya, ciudad en la que permanece unos pocos meses antes de emprender nuevamente la marcha. Durante los siguientes doce años cruzará Oriente Medio en varias ocasiones y, al término de este prolongado periplo, en el año 612/1216, regresará a Anatolia, donde residirá ininterrumpidamente seis años. Puede que el motivo de tan prolongada estancia fuese que, una vez fallecido, ese mismo año, su amigo Majd al-Dîn al-Rûmî, contrajese matrimonio, tal como aseguran algunos biógrafos, con la viuda de éste, puesto que adoptó a su hijo, Shadr al-Dîn al-Qûnawî. Siendo su hijo adoptivo y principal discípulo, al-Qûnawî recibió autorización para difundir las principales obras del maestro y también escribió, además de sus propios trabajos, importantes comentarios a las mismas.
Todavía en Konya, fallece, en el año 618/1221, Badr al-Habashî, el inseparable amigo que lo ha acompañado en sus infatigables viajes durante todos estos años. Parece como si la muerte de su compañero de peregrinaciones —a la que hay que sumar la estabilización política de Siria, azotada desde hace tiempo por convulsas sucesiones dinásticas— inaugurase un nuevo periodo, en su vida y obra, caracterizado por el reposo y la culminación del trabajo emprendido hace mucho tiempo. Así pues, en el año 620/1223, cuando cuenta sesenta años de edad, se instala de manera definitiva en Damasco, ciudad que ya no abandonará, exceptuando fugaces visitas a otras zonas de Siria, hasta su fallecimiento, ocurrido diecisiete años después.
Una vez asentado en Damasco, acomete, en el año 627/1229, otra de sus principales obras, Los engastes de la sabiduría (Fusûs al-Hikam), libro de carácter sintético que le es revelado por entero —según confiesa— en el curso de una experiencia onírica en la que recibe la visita del Profeta, quien sosteniendo en su mano el libro, le dice que lo tome y haga público para que la gente se beneficie de él. La obra consta de poco más de un centenar de páginas, repartidas en veintisiete capítulos dedicados a veintisiete profetas de las tres religiones monoteístas, desde Adán hasta Muhammad —que, según la tradición islámica, abren y cierran el ciclo de la profecía—, pasando por Idrîs, Salomón, Elías, Moisés, Jesús, por citar a unos pocos. Y, al concluir el primer capítulo, dedicado a Adán, escribe: «Cuando Dios me reveló, en mi más profundo centro, lo que Él había depositado en nuestro gran progenitor, recogí en este libro sólo lo que me dictó, aunque no todo lo que me fue dado, pues ningún libro podría contenerlo, al menos no en el cosmos tal como existe en este momento […]. Lo he transcrito celosamente según lo que me fue mostrado. Aunque hubiese querido añadir algo, no hubiese podido».
Dos años después, en el 629/1231, concluye la primera versión, en veinte volúmenes, de las Futûhât al-Makkiya, es decir, Las revelaciones o las conquistas de La Meca. La segunda versión, de la que se conserva un manuscrito autógrafo, la finalizará un par de años antes de su muerte. De ese modo, el trabajo emprendido, durante su primera visita a La Meca, siguiendo la visión del joven eterno, el hablante silencioso, la unión de conocimiento, conocedor y conocido, fue elaborado a lo largo de un periodo de casi tres décadas, buena parte de ellas en constante movimiento por todo Oriente Medio. Esta verdadera enciclopedia de la sabiduría islámica, que consta de 560 capítulos, en consonancia con los 560 años lunares que abarcan desde el principio de la era islámica hasta el nacimiento del propio Ibn ‘Arabî, no sólo se atiene en muchas de sus secciones al orden de las aleyas coránicas, sino que nos brinda detalladas exposiciones sobre diversas facetas de la vida religiosa como, por ejemplo, metafísica, jurisprudencia, interpretación esotérica de las letras del alifato, comentarios a las sûras coránicas, consejos espirituales, diferentes significados de los actos rituales, estaciones del itinerario espiritual, etcétera, todo ello salpicado con distintas referencias autobiográficas. Sin embargo, con independencia de sus voluminosas proporciones, a pesar de su vasta longitud y extensión, no obstante la multitud de sus partes y capítulos, su autor nos advierte de que no ha agotado, ni mucho menos, la materia entera, limitándose a transmitir clara y concisamente (la palabra «conciso» en un texto de 14.000 páginas no deja de llamar la atención) los principales fundamentos en que se basa el método del sufismo. Y afirma rotundamente: «Este libro mío lo compuse, mejor diré, lo hizo Dios, que no yo, para provecho de la humanidad, pues todo él es una revelación de Dios».
A ese respecto, señala también que, para escribir tanto ésta como sus demás obras, nunca se atuvo a las pautas ordinarias de composición, sino que cuando su «necesitado y pobre corazón, vacío de todo conocimiento» recibía alguna inspiración, se limitaba a consignarla «por escrito en los términos exactos en que le eran ordenados». En ocasiones, la inspiración que le acometía era tan imperiosa que no dejaba de escribir hasta haber concluido el trabajo que tenía entre manos, como si tuviese que sacar de su mente, vertiéndolo en palabras, lo que le había sido revelado por la divina inspiración. Explica, además, que algunas obras las escribió por mandato divino, mientras que otras le fueron reveladas en sueños o mediante algún tipo de revelación mística.
En contra de lo que sostiene una leyenda muy difundida, según la cual fue asesinado por dos extremistas religiosos, lo único cierto es que Ibn ‘Arabî falleció apaciblemente en su lecho, en Damasco, el 10 de Rabí del año 638, correspondiente al 16 de noviembre de 1240, a la edad de setenta y cinco años. A lo largo de los siglos, la tumba original del maestro fue cayendo en el olvido y, a lo sumo, conocían su existencia, en el jardín de la casa de los Banû Zaqî —últimos protectores del maestro andalusí—, algunos allegados e iniciados. Fue, a la postre, el sultán otomano Selim I, quien rescató la tumba del olvido y erigió, en 1518, la mezquita, ubicada en el monte Qâsiyûn, que hoy acoge sus restos.


El viaje interior

Pero, más allá de sus abundantes desplazamientos por la geografía exterior, el Shaykh al-Akbar fue, sobre todo, un intrépido viajero de la geografía interior. Creo, además, que si no fuese por sus viajes interiores —que lo llevaron más lejos que ningún otro tipo de recorrido— no estaríamos hablando de sus viajes exteriores. Por esa razón, en esta parte de la charla, me gustaría que nos centrásemos en ese territorio íntimo y recóndito que es el paisaje más profundo del espíritu, en el que sólo se adentran los exploradores más osados.
El musulmán es, ante todo —e Ibn ‘Arabî constituye buena prueba de ello—, un viajero. El Islam no sólo es un itinerario que conduce, a través de la Revelación, desde el ser humano hasta Dios, sino que también alienta el movimiento cuando prescribe, al menos una vez en la vida, la peregrinación a La Meca, mientras que varias aleyas coránicas recomiendan encarecidamente recorrer constantemente la Vasta Tierra de Allâh, donde Él ha esparcido sus signos. Siguiendo este consejo, fueron y siguen siendo muchos los sabios que, al igual que Ibn ‘Arabî, han atravesado de manera infatigable la tierra y el mar siempre en pos de los signos divinos. Existen distintos tipos de viajes religiosos como, por ejemplo, peregrinaciones a lugares sagrados, recorridos por parajes remotos e inhabitados, visitas a maestros y tumbas de santos y, por supuesto, el viaje interior, efectuado en soledad y sin moverse físicamente del sitio, mediante la oración y el recuerdo de Dios, el cual conduce allí donde uno pierde toda referencia acerca de lugares y tiempos porque, como declara Ibn Arabî en uno de sus escritos: «La verdad sólo se revela a aquel que ha eliminado sus huellas y perdido hasta su nombre». Este itinerario especial recibe el nombre de «Viaje Nocturno» y «Ascensión».
En el texto publicado en castellano como El esplendor de los frutos del viaje (Isfâr ‘an natâ’if al-asfâr) —escrito una vez asentado en Damasco—, afirma que todo cuanto existe se halla inmerso en un viaje interminable: «El principio de la existencia es el movimiento. En ella, no puede haber inmovilidad, pues regresaría a su origen, que es la nada. Nunca jamás cesa el viaje, ni en el mundo superior ni en el inferior…» Asimismo, agrupa todos los viajes en tres categorías: desde Él, hacia Él y en Él. El viaje que procede de Allâh constituye el don de la existencia, el viaje en Él se caracteriza por la perplejidad, el asombro y el extravío —puesto que Dios es unión de contrarios—, mientras que el trayecto que conduce a Él es de dos tipos, «por tierra y por mar», en referencia a la aleya coránica (10:22) que explicita que Allâh es quien hace viajar a sus criaturas por tierra y por mar, y que algunos intérpretes relacionan, respectivamente, con la fe y el pensamiento racional o filosófico como caminos de aproximación a lo divino. Nos advierte asimismo de que, si bien todos los viajes parten de Allâh y conducen de nuevo a Él, el peregrino ha de saber que Allâh va con él, paradójicamente, de principio a fin de su camino. Estemos donde estemos, Dios siempre nos acompaña, porque como declara el Corán: «Él está con vosotros dondequiera que estéis» (57:4).
Adán y Eva emprendieron, tras su expulsión del Paraíso, su propio viaje hacia el perdón. Por su parte, el profeta Idrîs acometió el viaje de la elevación, Noé el de la salvación, José el de la astucia y de la prueba, Moisés el de la cita con Dios, mientras que Muhammad emprendió el Viaje Nocturno y la Ascensión. Sólo este último se encuentra a salvo de los peligros inherentes a otra clase de itinerarios, puesto que no está motivado por la voluntad del sujeto, sino por una pura elección divina. En el contexto del sufismo, este periplo extraordinario, más allá de los confines del cuerpo y la conciencia del propio yo, es un hito que afrontan quienes son arrebatados por Dios y, más concretamente, como hemos señalado antes, por los santos que reciben su herencia espiritual de Muhammad. Según la tradición, la diferencia entre el Viaje Nocturno del Profeta y el de sus herederos es que, mientras el primero efectuó también con su cuerpo físico este recorrido, los segundos sólo lo llevan a cabo en espíritu.
La sección denominada «Viaje Nocturno» se refiere, en concreto, a la travesía horizontal a lo largo de los reinos de la creación, simbolizados por los cuatro elementos clásicos (de tierra, agua, fuego y aire) y por los cuatro reinos naturales (mineral, vegetal, animal y humano), hasta arribar al emplazamiento desde el cual se emprende la «Ascensión» propiamente dicha, representado por el lugar de adoración más lejano, correspondiente a Jerusalén. Si la primera parte del viaje tiene un carácter horizontal y nocturno, la segunda es vertical y conduce directamente a la Luz de las luces. De ese modo, el Viaje Nocturno conlleva la disolución de la naturaleza compuesta y, en su curso, el viajero abandona los aspectos de su propia constitución correspondientes a los elementos y los reinos naturales, hasta que queda, en un profundo proceso de de-creación, totalmente despojado de sus envolturas materiales, y preparado para acometer la Ascensión. La primera envoltura en disolverse es la humana, merced a un tipo de muerte iniciática que, según explica nuestro autor, constituye un doloroso proceso de «contracción» drástica de la conciencia del mundo exterior y de uno mismo. Esa muerte santificada —o pequeña muerte voluntaria, como la define en el segundo capítulo de las Futûhât— libera de cualquier otra muerte, en consonancia con las palabras del Profeta: «Morid antes de morir». Estamos hablando, por supuesto, de la muerte mística del yo.
El Shaykh al-Akbar aborda en diversas instancias los pormenores de su propio viaje supramundano. Sin duda, la principal es el Libro del Viaje Nocturno, escrito en Fez poco después de atravesar una experiencia de esa índole. También nos ha legado, en las Futûhât, dos capítulos (el 167 y el 367) dedicados a este particular. En las páginas siguientes combinaremos el contenido de estos textos. En el primero de ellos, Ibn ‘Arabî comienza diciendo que, tras partir de la tierra de al-Ándalus en busca de la casa santificada (es decir, Jerusalén), llevando por báculo la entrega, el esfuerzo por lecho y la confianza por alimento, se encuentra, en un lugar llamado la fuente de Arîn, con un joven de esencia espiritual, cualidades señoriales e inclinación angélica. El nombre de Arîn se refiere, según la geografía tradicional islámica, a un lugar mítico ubicado a igual distancia entre los cuatro puntos cardinales. Se trata, pues, de una alegoría referida al centro espiritual supremo del mundo pero también, desde un punto de vista microcósmico, a aquello que la antropología sagrada denomina «corazón». Esta interpretación parece bastante congruente, puesto que el capítulo donde consigna este encuentro se titula, precisamente, «El viaje del corazón».
Guiado por este joven angélico arriba al primer cielo, la esfera de la Luna. Aquí, el primer profeta, Adán, le instruye sobre los secretos relativos a la misericordia divina que abarca todas las cosas, así como al carácter provisional de cualquier tipo de padecimiento. Según le comunica Adán, el destino último de los seres —incluidos los malvados— es la felicidad porque todas las cualidades y nombres divinos, tanto los de rigor como los de misericordia, están regidos por el nombre del Todo-Misericordioso, alfa y omega de la manifestación. Es la compasión universal la que tiene la primera y la última palabra en la existencia.
          A partir de este primer cielo, el viajero recorre, en ordenada sucesión, las restantes seis esferas celestiales, cada una de ellas regida por un determinado profeta con el que mantiene un instructivo diálogo sobre distintos aspectos doctrinales. De ese modo, en el segundo cielo, correspondiente a Mercurio, se encuentra con Jesús y Juan el Bautista, quienes representan, respectivamente, a espíritu y vida. Jesús le explica que la vida se difunde por doquier en el universo —hasta en las piedras— y que ambos principios (espíritu y vida) son inseparables.
En el tercer cielo, la esfera de Venus, habita José, arquetipo de la belleza y depositario del conocimiento poético y la oniromancia, quien le transmite la enseñanza de que uno tan sólo debe confiar en el sabor de su propia experiencia.
El cuarto cielo —esfera central del sol y corazón del cosmos— es el emplazamiento donde fue transportado Idrîs en cuerpo y alma. Con dicho profeta entabla un diálogo en el que Idrîs le explica que Dios siempre está de acuerdo con lo que se dice acerca de Él. Cualquier tentativa de definir la realidad última es correcta desde el punto de vista de lo que incluye y falsa si tenemos en cuenta todo lo que excluye.
El quinto cielo —también llamado el mundo del temor, la aflicción y la cólera divina— es el punto donde emerge la divergencia y el conflicto en el dominio de la creación. Aquí, sostiene con Aarón, el profeta que preside esta esfera celestial, un substancioso diálogo donde ambos abordan un tópico fundamental en el pensamiento akbarí, esto es, la afirmación de la realidad del cosmos en contra de quienes sostienen que es una completa ilusión. Aarón le advierte que el desconocimiento de que el cosmos es una manifestación divina ha conducido a muchos a negar su realidad, olvidando que la existencia del cosmos forma parte de la perfección divina.
Por su parte, el sexto cielo —el de Júpiter— es el reino del «amor celoso» y se halla bajo el arbitrio de Moisés, quien le explica que las revelaciones divinas (o teofanías) siempre asumen la forma de las creencias y necesidades del buscador. Cada vez que experimentamos una carencia —material o espiritual— lo que nos falta, en realidad, es Dios, y quien desea algo o a alguien por su belleza está prendado, en el fondo, de la belleza divina.
El séptimo y último cielo —la esfera de Saturno, el dominio de la gravedad, la serenidad, la estabilidad y la trampa divina— está regido por Abraham. La vinculación de la presente esfera con la trampa divina tiene que ver con el hecho de que constituye el final de la ascensión a través de las esferas celestiales, con lo que el viajero puede creer que ha arribado a su destino y ya no le queda ningún mundo que sobrepasar, ni ninguna nueva comprensión que alcanzar. Es en este emplazamiento donde se alza la Ka’ba celeste, prototipo de la terrestre y meta de la peregrinación continua de los ángeles. Tal como le aconseja Abraham: «Estando presente con Dios en todo momento, haz que tu corazón sea como esta casa». Porque este portentoso viaje no transcurre, en definitiva, sino en el mismo corazón del viajero, un corazón tan amplio y profundo como para albergar a Allâh, en consonancia con el dicho profético: «Ni los cielos ni la tierra pueden contenerme. Sólo el corazón de Mi siervo piadoso me contiene».
          La llegada al Azufaifo del Límite (sidrat al-muntahâ) pone fin a la presente etapa de la ascensión. Este es también el punto donde, según las narraciones clásicas, el arcángel Gabriel deja a Muhammad para que prosiga a solas su recorrido. El Azufaifo del Límite, cubierto por una luz impenetrable, es descrito como un gran árbol resplandeciente del que mana un caudaloso río, diversificado en tres arroyos —Torá, Evangelios y Corán—, subdivididos a su vez en múltiples corrientes menores. Cada una representa un tipo de revelación y quien bebe de sus aguas recibe la herencia profética correspondiente.
Pero el viajero no se detiene aquí, sino que prosigue su trayectoria ascendente atravesando —según recoge en el capítulo 167 de las Futûhât— las esferas de las estaciones, las estrellas fijas, el cielo sin estrellas, el Pedestal, la Luz excelsa y el Trono del Misericordioso, el cual marca el límite superior de los cuerpos y las formas. Las esferas existenciales que visita en la siguiente etapa de su periplo son la substancia universal, la naturaleza sin componer, la Tabla preservada, el Cálamo supremo, la Nube primordial y la divina presencia del Uno-Único.
Y, en la cúspide de su ascensión —y citamos ahora el capítulo 367—, Ibn ‘Arabî cobra plena conciencia de que es el heredero de la sabiduría sintética de Muhammad al escuchar las palabras coránicas: «Di, creemos en Dios y en lo que ha descendido sobre Abraham, Ismael y Jacob y las tribus, y en lo que recibieron de su Señor Moisés, Jesús y los profetas. No hacemos distinción entre ninguno de ellos y nos sometemos a Él» (Cor. 3:84). Y concluye diciendo: «De ese modo, alcancé, durante este Viaje Nocturno, los verdaderos significados de todos los nombres y vi que todos ellos remitían a un solo Nombrado y a una misma Esencia. Ese Nombrado era el objeto de mi contemplación y esa realidad esencial era mi propio ser. Porque mi viaje sólo ocurrió en mí mismo y sólo me condujo a mí mismo y, gracias a ello, llegué a saber que era un puro servidor sin el menor rastro de soberanía».
          Es entonces cuando se emprende el retorno, pues el Viaje Nocturno y la Ascensión no constituyen sino la mitad del recorrido. La otra mitad consiste en el regreso a la vida cotidiana para ayudar a los demás. Si bien hay individuos que no vuelven nunca, quedando para siempre subyugados por el esplendor y la majestad de la presencia divina, la plenitud de la santidad sólo se completa a través del servicio a las criaturas. Así pues, aquellos que, como Ibn ‘Arabî, retornan para guiar a otros seres reciben el nombre de «conocedores» y «herederos».
El término «heredero» alude, como ya hemos mencionado, al hecho de que los santos que llevan a cabo este viaje prodigioso reciben en su curso una determinada herencia profética. Heredar de un profeta o, como también escribe el Shaykh al-Akbar, hablar la lengua de un profeta, significa que el santo en cuestión sigue de manera especial sus enseñanzas y manifiesta carismas propios de ese legado profético. Recordemos que Ibn ‘Arabî establece una variada tipología espiritual formada por santos crísticos, mosaicos, muhammadíes y muchos otros. La principal diferencia entre los herederos muhammadíes y el resto de los santos es que, si bien estos últimos convocan a la adoración divina en el lenguaje de un profeta concreto, los herederos muhammadíes —también llamados malamîyya o Gentes de la Reprobación, la Inmutabilidad y la Realidad Esencial— convocan a la adoración en el lenguaje totalizador de Muhammad, el cual resume el mensaje de los profetas anteriores. El malamî acepta plenamente las condiciones de la vida ordinaria, respeta los velos que Dios ha interpuesto entre sí y su creación y cumple íntegramente el retorno a las criaturas apareciendo como una más de ellas.
          Me gustaría efectuar ahora una pequeña digresión para resaltar que, a pesar de que la anterior descripción del Viaje Nocturno y la Ascensión está basada en una visión cosmológica tradicional, en la que la Tierra ocupa el centro y el lugar más bajo del universo, girando alrededor de ella las esferas planetarias, Ibn ‘Arabî también consigna en algunos de sus escritos una visión heliocéntrica del mundo, más acorde con la perspectiva actual. Así pues, afirma claramente, en los capítulos primero y segundo de las Futûhât, que «el movimiento de la Tierra, que no es aparente para nosotros, se produce en torno a su centro, puesto que es una esfera» (Futûhât, I, p. 123). Y señala también que, si no percibimos el movimiento de la Tierra y de las estrellas, es «porque todos ellos se desplazan simultáneamente» (Futûhât, II, p. 677). La lectura de Ibn ‘Arabî siempre es una caja llena de sorpresas. En cualquier caso, debemos tener en cuenta que, si esta descripción se refiere al ordenamiento físico del universo, la que utiliza para describir el Viaje Nocturno y la Ascensión es una visión simbólica que se ocupa, no lo olvidemos, de describir acontecimientos internos o espirituales de un orden completamente distinto.
Hemos acompañado a Ibn ‘Arabî en sus viajes por al-Ándalus, el Magreb y Oriente Medio, algunos de ellos, como su paso por las ciudades de Córdoba, Fez, Túnez y La Meca, jalonados por profundas y determinantes experiencias que marcarían el rumbo de su biografía y le llevarían a asumir la alta función espiritual,  el sello de la santidad muhammadí, a la que siempre se creyó destinado. Pero no menos importante es su viaje de descenso, desde el centro supremo de la revelación muhammadí, la Ka’ba, para enseñar a los demás, un viaje de enseñanza que le llevó a recorrer, durante dos décadas, varias veces Oriente Medio. También nos hemos asomado al prodigioso itinerario del Viaje nocturno y la Ascensión, un recorrido íntimo que conduce más lejos o, si se prefiere, más cerca que ningún otro, puesto que este viaje extraordinario, según nos dice, no transcurre sino en el propio corazón del viajero.
Y ya para concluir, tan sólo quisiera añadir que, en sus escritos, Ibn ‘Arabî insiste en que se dirige a todos los seres humanos, no sólo a quienes son musulmanes nominalmente, sino a cualquier persona con independencia de sus creencias, puesto que la ley del Profeta —señala— «abraza a todos los seres humanos sin excepción, y su misericordia, en virtud de la cual nos ha sido enviado, abarca a todo el universo […]. Su comunidad engloba a todos los seres […]; crean o no en él, todos forman parte de ella» (Futûhât, III, pp. 141-44).
Tal vez sea esta apertura, esta visión amplia y universal del Islam, una de las claves que explican la difusión y la vigencia de su obra.