IBN
‘ARABÎ: EL VIAJE EXTERIOR Y EL VIAJE INTERIOR
El viaje
exterior
Murciano
de nacimiento y sevillano de adopción —puesto que en esta última ciudad vivió
desde los siete años hasta que abandonó, a la edad de treinta y seis,
definitivamente al-Ándalus—, Muhammad ibn ‘Alî ibn al-‘Arabî al-Tâ’î al-Hâtimî,
también conocido generalmente como al-Saykh al-Akbar («El más grande maestro»)
y Muhyaîddîn («Vivificador de la religión»), vino al mundo el 17 de Ramadán del año 560 de la era islámica,
correspondiente al 28 de julio del año 1165 de la cristiana. Siempre firmaba
sus obras con el sobrenombre de «el Andalusí», poniendo de relieve el profundo respeto
que le producía su ascendencia cultural. El motivo de su temprano traslado a
Sevilla fue que el padre comenzó a trabajar en la administración del
floreciente régimen almohade que, por aquel entonces, gobernaba buena parte de
al-Ándalus y del norte de África. Es precisamente el año del traslado a Sevilla
de la familia de Ibn ‘Arabî (es decir, el 568/1172), el elegido por el sultán
almohade Abû Yaqûb Yûsuf para convertir a la ciudad hispalense en capital de su
imperio.
De este modo, su infancia transcurre
felizmente, dedicada principalmente a los estudios y otras actividades —como cacerías,
fiestas, etcétera— propias de las clases acomodadas de la época, hasta que,
cierta noche, mientras se encuentra en una fiesta con sus amigos, escucha de
pronto una voz procedente de su interior, que le espeta: «¡Muhammad, no es para
esto para lo que te he creado!» Siente en ese mismo instante el impulso
irresistible de abandonar la vida superficial que ha llevado hasta entonces y,
sin mediar palabra con sus compañeros, abandona el lugar para dirigirse a uno
de los muchos cementerios que entonces rodeaban la capital sevillana. Todavía
es objeto de debate si es, en este primer retiro, cuando disfruta de una
importante visión en la que se le aparecen Jesús, Moisés y Muhammad —las tres
principales figuras del monoteísmo—, dándole cada uno de ellos un mensaje, especialmente
dirigido a él, al que se atendrá durante el resto de su vida. Jesús le aconseja
que renuncie a todas sus posesiones materiales, Moisés le entrega un disco
solar y le vaticina la obtención del conocimiento transcendental de la unidad,
mientras que Muhammad le recomienda que se aferre a él si quiere mantenerse a
salvo. Y, a partir de ese momento —señala Ibn ‘Arabî—, ya no abandonaría jamás el
estudio de los ahâdîz o tradiciones
proféticas.
Este inesperado suceso supone el
verdadero principio de su carrera espiritual, un inicio que tiene lugar a la
temprana edad, a lo sumo, de catorce o quince años. Fue también este insólito
incidente el que movió al gran médico, jurista y filósofo Ibn Rûshd (conocido en
la Europa cristiana como Averroes) a querer ver al joven, pues deseaba conocer
de primera mano a alguien que hubiese alcanzado la iluminación. No nos
detendremos ahora en los detalles de la célebre entrevista que, auspiciada por
el padre de Ibn ‘Arabî y buen amigo del viejo filósofo aristotélico, ambos mantuvieron,
sino que tan sólo subrayaremos las palabras que, posteriormente, le comentó el
filósofo al padre, diciéndole que daba «gracias a Allâh que le permitía vivir
en un tiempo en el cual podía ver con sus propios ojos a un hombre que había
entrado ignorante en el retiro espiritual para salir de él como había salido,
sin auxilio de enseñanza alguna, sin lectura, sin estudio, sin aprendizaje de
ninguna especie».
Su temprana
iluminación nos conduce a otro importante detalle a tener en cuenta en su
siempre sorprendente trayectoria vital, ya que después de esa primera y reveladora
experiencia, no ingresa de inmediato formalmente en la vía del sufismo, sino
que transcurre un lustro hasta que entabla relaciones, cuando ya ha cumplido
veinte años de edad, con los primeros maestros humanos, como Abû-l-‘Abbâs
al-‘Uryabî, Abû Ya’qûb Yûsuf al-Kûmî o ‘Abd al-‘Azîz al-Mahdawî, las célebres
maestras —la una con ochenta y cinco años y la otra con más de noventa— Yasmîna de Marchena y Fâtima de Córdoba, así como muchos otros de
los que nos ha dejado un conmovedor e impresionante testimonio en el libro Rûh al-Quds, escrito en La Meca en el
año 600/1203 y traducido parcialmente al castellano por Miguel Asín Palacios
con el título de La epístola de la
santidad.
La mayoría de personajes
reseñados en el texto recién mencionado, por no decir todos, pertenecen a la
categoría espiritual de las Gentes de la Reprobación (malâmiyya o malamaties, aunque Ibn ‘Arabî siempre prefiere el
primer término). Estos son los santos ocultos en este mundo y los amigos que,
según se afirma, Dios ha elegido para sí, quienes revisten con el manto de los
actos ordinarios el profundo secreto espiritual de que son portadores. De ellos
nos dice: «No se diferencian del resto de los creyentes por nada que pudiese
hacerlos destacar […] Viven recluidos en Dios y no abandonan jamás su estado de
servidumbre; son puros esclavos consagrados a su Señor. Ya sea que estén comiendo,
bebiendo, despiertos o dormidos, lo contemplan de continuo […] Habiendo
constatado que Dios se oculta en sus criaturas, también se ocultan de ellas» (Futûhât, III, p.35). A pesar de sus más
que encomiables virtudes, quienes componen este selecto grupo disimulan sus
profundas experiencias espirituales, no se arrogan ninguna sabiduría ni poder
especial y suelen, por tanto, aparecer ante los demás como personas completamente
ordinarias. Tal como afirma un antiguo adagio sufí: «Cuando están, nadie advierte
su presencia y, si se marchan, ninguno se percata de su ausencia».
En el año 586/1190, experimenta, en la
ciudad de Córdoba, la primera de dos importantes visiones que serán clave en su
futura trayectoria espiritual, puesto que en ella se le anuncia, rodeado por la
asamblea inmemorial de todos los profetas del pasado, que es, nada menos, que
el denominado «sello de la santidad muhammadí», es decir, el último santo en
recibir íntegramente la herencia espiritual del profeta Muhammad. No obstante, Ibn
‘Arabî no es el primer autor musulmán en referirse al sello de la santidad,
sino que la idea ya aparece en un sabio anterior, de nombre al-Hakîm
al-Tirmidhî, una de cuyas principales obras se titula, precisamente, El sello de la santidad (Khatm al-walâya). Aunque su autor no
dilucida, en dicho texto, la identidad del sello, plantea 157 preguntas que
debe responder todo aquel que se atribuya tan elevado rango. La segunda sección
del extenso capítulo 73 de las Futûhât al-Makkiya constituye una serie de
cumplidas respuestas a dicho cuestionario.
La función de un
sello es cerrar y, en este sentido, el sello de la profecía es, en el contexto
islámico, la figura de Muhammad, porque clausura el ciclo de la profecía
legislativa y porque, después de él, ya no aparece ningún nuevo enviado investido
de esa función. El sello de la santidad, por su parte, cierra el ciclo de un
determinado tipo de santidad, en este caso la de los santos que heredan
completamente sus conocimientos y carismas del profeta Muhammad. De acuerdo al exhaustivo
análisis efectuado por el Shaykh al-Akbar, cada santo se encuentra «a los pies»
de un determinado profeta. Hay santos que son crísticos (o ishâwîs) y siguen los pasos de Jesús, recibiendo de él su sabiduría
y carismas específicos. Otros son mosaicos, abrahámicos, muhammadíes, etcétera,
o bien son herederos de varios profetas al unísono. Por ejemplo, Ibn ‘Arabî se
declara, en distintas etapas de su periplo vital, crístico, mosaico, heredero
del profeta Hûd y, por último, muhammadí. La herencia espiritual que recibe
cada santo puede ser completa o parcial, aunque siempre estará en consonancia
con la tipología profética predominante. De ese modo, uno de los principales
rasgos de quienes heredan la sabiduría profética de Jesús es la compasión
ilimitada hacia todas las criaturas o, gracias al poder de su energía
espiritual, la capacidad de sanar enfermedades e incluso de devolver la vida.
Por su parte, lo que identifica a los herederos muhammadíes, además de su pura
y completa servidumbre con respecto a Dios, es que participan de la cualidad
sintética del mensaje de Muhammad, abrazando en esencia todas las posibles
expresiones de la espiritualidad y recogiendo el mensaje de todos los profetas
anteriores.
En el año 589 de
la era islámica (correspondiente al 1193 de la cristiana), Ibn ‘Arabî cruza, cuando
tiene veintiocho años de edad, por primera vez el Estrecho, siendo a partir de
entonces tres las ocasiones en que efectuará este mismo recorrido para
dirigirse a distintos emplazamientos del Magreb y para emprender, por último,
su viaje sin retorno a Oriente. En la primera de ellas viaja, acompañado de su
padre, a Túnez, ciudad en la que residirá
casi un año trabando relación con el Shaykh Abd al-‘Azîz al-Mahdawî, a quien
dedicará, tiempo después, el prólogo de su opus magnum, las Futûhât al-Makkiya, así como la ya citada
Epístola de la santidad.
Es a partir de
una experiencia acaecida en Túnez cuando pasa —según escribe— a morar de manera
permanente en la Tierra de la Realidad, también llamada Vasta Tierra de Allâh,
en referencia a la aleya coránica que dice: «¡Oh, mis servidores, Mi Tierra es
vasta, adoradme pues» (29:56). Conocida como la Morada de los Símbolos y bautizada por Henry Corbin como mundus
imaginalis, este dominio sutil, construido a partir de un grano sobrante de
la arcilla primordial con que fuera creado Adán, es la dimensión intermedia
donde, según la conocida formulación akbarí, se materializan los espíritus y se
espiritualizan los cuerpos, el ámbito en el que confluyen lo inteligible y lo
sensible, el istmo que congrega las realidades de los mundos superiores e
inferiores y el lugar en el que el adorador contempla directamente a su objeto
de adoración. Asimismo —subraya nuestro autor— la persona que habita en la Tierra
de la Realidad percibe a Dios en todas las cosas porque, para ella, Dios nunca
deja de estar presente. Esté donde esté, siempre habita en la Vasta Tierra de Allâh.
Antes de concluir el año 590/1194, ya se
encuentra de vuelta en al-Ándalus, donde al poco fallece su padre. La madre no
tardará en seguir al padre cuando todavía no ha concluido ese año. Según parece,
es tras su retorno de este viaje cuando emprende su febril producción literaria
escribiendo dos textos, traducidos al castellano como Las contemplaciones de los misterios (Kitâb mashahîd al-asrâr al-qudsiyya) y El divino gobierno del reino humano (Tadbîrat al-ilâhiya), este último elaborado en el curso de cuatro
días.
Siempre fiel a la máxima de recorrer
infatigablemente la Vasta Tierra de Allâh, un año después lo encontramos en la
ciudad de Fez, residencia de numerosos sufíes y, debido a pasadas turbulencias
históricas, lugar de exilio de bastantes andalusíes. En este primer viaje,
conoce a su fiel discípulo, compañero y amigo, Badr al-Habashî, quien ya no le
abandonará hasta su propio fallecimiento, ocurrido en Anatolia dos décadas y
media después. En la ciudad magrebí disfruta, tanto en esta primera y breve visita,
como en las otras dos que efectuará en años posteriores, de poderosas
experiencias. Así, por ejemplo, penetra en la Estación de la Luz, viéndose
transformado, según su propia descripción, en un rostro sin nuca, en un ojo
total, capaz de captar simultáneamente todas las direcciones del espacio. Y leemos en el Corán: «No descubre a nadie lo que tiene oculto salvo a
aquel a quien acepta como enviado; entonces hace que le observen por delante y
por detrás» (72:26/27). Recoge la tradición, en este sentido, que el profeta Muhammad
era un hombre sin nuca, capaz de observar, sin obstrucción alguna, tanto lo que
había delante de él como lo que tenía a sus espaldas. Este es también, dicho
sea de paso, uno de los signos distintivos de los santos y herederos muhammadíes.
Podemos
fechar también en el segundo viaje a Fez —acaecido en el año 593/1197— la
composición de uno de sus más bellos textos, el Libro del Viaje Nocturno (Kitâb
al-Isrâ’). La expresión «Viaje Nocturno» hace referencia a la experiencia
del profeta Muhammad, en la que se vio transportado de La Meca a Jerusalén y,
desde allí, atravesando todas las esferas celestiales y reinos de la existencia,
hasta arribar «a la distancia de dos arcos o menos» (Cor. 52:9) de la presencia
divina. Según la siempre recomendable Claude Addas, en dicho Viaje Nocturno, Ibn
‘Arabî alcanza dos certezas. La primera se refiere a su función como sello de
la santidad muhammadí, y la segunda, a que esta importante misión exigirá de él
que, desde la periferia del mundo musulmán, emigre hacia su centro y se
establezca allí.
Tras esta segunda estancia en Fez, regresa de nuevo a al-Ándalus y emprende entonces una larga peregrinación de despedida que, no sin cierta melancolía, describe en una carta dirigida a un amigo, probablemente el shaykh tunecino al-Mahdawî. De ese modo, pasa por Algeciras, Ronda, Sevilla, Córdoba, Granada y Murcia, su ciudad natal, en la que pone fin a su viaje de adiós. A partir de ese momento —escribe en la mencionada carta—, ya no visitará a nadie más durante el resto del tiempo que permanezca en al-Ándalus. Sobreviene entonces en su biografía un periodo de año y medio, envuelto en la bruma del misterio, sobre el que no disponemos de dato alguno. Puede que consagrase ese tiempo, lejos de toda mirada humana, al recogimiento y el recuerdo de Dios, una práctica que llevó a cabo en distintas etapas de su vida.
Tras esta segunda estancia en Fez, regresa de nuevo a al-Ándalus y emprende entonces una larga peregrinación de despedida que, no sin cierta melancolía, describe en una carta dirigida a un amigo, probablemente el shaykh tunecino al-Mahdawî. De ese modo, pasa por Algeciras, Ronda, Sevilla, Córdoba, Granada y Murcia, su ciudad natal, en la que pone fin a su viaje de adiós. A partir de ese momento —escribe en la mencionada carta—, ya no visitará a nadie más durante el resto del tiempo que permanezca en al-Ándalus. Sobreviene entonces en su biografía un periodo de año y medio, envuelto en la bruma del misterio, sobre el que no disponemos de dato alguno. Puede que consagrase ese tiempo, lejos de toda mirada humana, al recogimiento y el recuerdo de Dios, una práctica que llevó a cabo en distintas etapas de su vida.
En
el año 597/1200 cruza por última vez el Estrecho de Gibraltar y encamina sus
pasos hacia la población marroquí de Salé, pues quiere despedirse del Shaykh
al-Kûmî, uno de sus principales amigos y maestros de juventud. Después, en el
camino que conduce a Marrakech, en una pequeña localidad llamada actualmente
Guisser, alcanza la llamada «Estación de la Proximidad» (maqâm al-qurba),
último grado de la jerarquía de los santos. Seguidamente pasa por Fez y, desde aquí,
se dirige a la población argelina de Bugía, donde tiene una visión en la que contrae
nupcias con todas las estrellas del firmamento y las letras del alifato. Desde esta
última población se traslada a Túnez, ciudad en la que permanece nueve meses
junto a su amigo al-Madhawî. Túnez se convierte, de este modo, en su última parada
en Occidente. A partir de ese momento, ya no retornará jamás.
El
Cairo, Hebrón —donde visita la tumba de Abraham—, Jerusalén y la ciudad santa
de Medina, en la que presenta sus respetos ante la tumba del Profeta, son las
siguientes etapas de su itinerario, hasta que, por fin, en el año 598/1202,
arriba a La Meca. Desde Jerusalén a La Meca hace el trayecto a pie. La llegada
a la ciudad santa se produce cuando cuenta treinta y ocho años, en el momento
en que la vida de muchos seres humanos se divide, psicológicamente hablando, en
dos mitades. La mediana edad también es el periodo vital que señala, según la
tradición, el principio de la misión profética. Ningún profeta ha iniciado su labor
pública antes de ese periodo.
Así
pues, como podemos comprobar, tarda dos años, desde que sale de al-Ándalus, en alcanzar
la ciudad santa. Parece como si esté midiendo perfectamente los tiempos y que
deba llegar allí cuando se encuentre suficientemente maduro para recibir la investidura
definitiva como sello de la santidad muhammadí. Experiencias como las ocurridas
en Córdoba, Túnez, Fez, Guisser, Bugía y, por último, La Meca, forman parte de
un itinerario interior que transcurre paralelamente a su recorrido por la
geografía exterior. Todas sus vivencias anteriores constituyen, desde esta
perspectiva, escalones sucesivos y bien ordenados en su aproximación a la
Ka’ba, la Piedra Negra, el centro supremo de la revelación muhammadí.
No
ha transcurrido mucho tiempo desde su llegada, cuando circunvalando la Ka’ba,
tiene otra experiencia visionaria que le llevará a escribir su gran obra, las Futûhât. Mientras circunvala la Piedra
Negra, se encuentra con un misterioso joven (fatâh), absorto en sus devociones, con el que entabla una comunicación
silenciosa, más allá del espacio y el tiempo, que le aporta la comprensión
suprema de su yo esencial. De este joven nos dice el Shaykh al-Akbar, que es el
«elocuente silencioso, el cual no está ni vivo ni muerto, el compuesto simple,
el envolvente y lo envuelto […], el conocimiento, lo conocido y el conocedor» (Futûhât, I, pp. 47-51). Dicho joven le
comunica sin palabras que debe hacer las circunvalaciones preceptivas a la
Piedra Negra siguiendo sus huellas para tomar de él, silenciosamente y a través
de signos, aquello que transcribirá en su libro y dictará a sus copistas. Precisar
que el fatâh es también aquel que rompe los ídolos, y el ídolo fundamental
de todo ser humano —puntualiza Ibn ‘Arabî— es su propio ego.
Visiones excelsas, profundas experiencias,
irrupciones del misterio en sus visitas a la Piedra Negra, así como varios libros
escritos y el establecimiento de importantes relaciones discipulares y
personales, su fecunda estancia en La Meca marca un antes y un después en su
biografía. No obstante, a pesar de sus inmensas dotes espirituales, cierto día,
se ve asaltado por el desánimo al constatar que son muchos los que emprenden el
camino, pero pocos quienes lo recorren hasta sus últimas consecuencias, y decide
renunciar a impartir enseñanza alguna para consagrarse, anónima y humildemente,
al cultivo de la sabiduría divina. Sin embargo, es disuadido de ello durante un
sueño en el que se ve, en el día del Juicio Final, compareciendo con la cabeza
agachada ante el Altísimo y, mientras espera ser castigado por su negligencia,
recibe el siguiente mensaje: «¡Oh, siervo mío, no temas nada! Todo lo que te
pido es que aconsejes a mis siervos», añadiendo que, después de haber tenido
esa visión, comenzó a enseñar a los hombres para mostrarles el camino evidente
y los peligros que había que evitar, dirigiéndose a todos: alfaquíes, pobres de
Dios, sufíes y simples creyentes.
Tras dos años seguidos en la ciudad
santa, se lanza de nuevo al camino, acompañado de su fiel amigo Badr al-Habashî
y de Majd al-Dîn al-Rûmî —un alto dignatario procedente de Malatya (la antigua
Melitene romana, situada en Anatolia) al que ha conocido en La Meca— y, pasando
por Medina y Jerusalén (donde escribe cinco textos en el curso de un mes), se
dirige, a través de Bagdad y Mosul, hasta Konya, ciudad en la que permanece
unos pocos meses antes de emprender nuevamente la marcha. Durante los
siguientes doce años cruzará Oriente Medio en varias ocasiones y, al término de
este prolongado periplo, en el año 612/1216, regresará a Anatolia, donde
residirá ininterrumpidamente seis años. Puede que el motivo de tan prolongada
estancia fuese que, una vez fallecido, ese mismo año, su amigo Majd al-Dîn al-Rûmî,
contrajese matrimonio, tal como aseguran algunos biógrafos, con la viuda de
éste, puesto que adoptó a su hijo, Shadr al-Dîn al-Qûnawî. Siendo su hijo
adoptivo y principal discípulo, al-Qûnawî recibió autorización para difundir
las principales obras del maestro y también escribió, además de sus propios
trabajos, importantes comentarios a las mismas.
Todavía en Konya, fallece, en el año
618/1221, Badr al-Habashî, el inseparable amigo que lo ha acompañado en sus
infatigables viajes durante todos estos años. Parece como si la muerte de su
compañero de peregrinaciones —a la que hay que sumar la estabilización política
de Siria, azotada desde hace tiempo por convulsas sucesiones dinásticas—
inaugurase un nuevo periodo, en su vida y obra, caracterizado por el reposo y
la culminación del trabajo emprendido hace mucho tiempo. Así pues, en el año 620/1223,
cuando cuenta sesenta años de edad, se instala de manera definitiva en Damasco,
ciudad que ya no abandonará, exceptuando fugaces visitas a otras zonas de
Siria, hasta su fallecimiento, ocurrido diecisiete años después.
Una
vez asentado en Damasco, acomete, en el año 627/1229, otra de sus principales
obras, Los engastes de la sabiduría (Fusûs al-Hikam), libro de carácter
sintético que le es revelado por entero —según confiesa— en el curso de una
experiencia onírica en la que recibe la visita del Profeta, quien sosteniendo
en su mano el libro, le dice que lo tome y haga público para que la gente se
beneficie de él. La obra consta de poco más de un centenar de páginas, repartidas
en veintisiete capítulos dedicados a veintisiete profetas de las tres
religiones monoteístas, desde Adán hasta Muhammad —que, según la tradición
islámica, abren y cierran el ciclo de la profecía—, pasando por Idrîs, Salomón,
Elías, Moisés, Jesús, por citar a unos pocos. Y, al concluir el primer capítulo, dedicado a Adán, escribe: «Cuando Dios me reveló, en mi más profundo centro, lo que Él había
depositado en nuestro gran progenitor, recogí en este libro sólo lo que me
dictó, aunque no todo lo que me fue dado, pues ningún libro podría contenerlo,
al menos no en el cosmos tal como existe en este momento […]. Lo he transcrito
celosamente según lo que me fue mostrado. Aunque hubiese querido añadir algo,
no hubiese podido».
Dos
años después, en el 629/1231, concluye la primera versión, en veinte volúmenes, de las Futûhât al-Makkiya, es decir, Las revelaciones o las conquistas de La Meca.
La segunda versión, de la que se conserva un manuscrito autógrafo, la finalizará
un par de años antes de su muerte. De ese modo, el trabajo emprendido, durante su primera visita a La Meca,
siguiendo la visión del joven eterno, el hablante silencioso, la unión de conocimiento,
conocedor y conocido, fue elaborado a lo largo de un periodo de casi tres
décadas, buena parte de ellas en constante movimiento por todo Oriente Medio. Esta verdadera enciclopedia de la sabiduría islámica, que consta de
560 capítulos, en consonancia con los 560 años lunares que abarcan desde el
principio de la era islámica hasta el nacimiento del propio Ibn ‘Arabî, no sólo
se atiene en muchas de sus secciones al orden de las aleyas coránicas, sino que
nos brinda detalladas exposiciones sobre diversas facetas de la vida religiosa
como, por ejemplo, metafísica, jurisprudencia, interpretación esotérica de las
letras del alifato, comentarios a las sûras
coránicas, consejos espirituales, diferentes significados de los actos
rituales, estaciones del itinerario espiritual, etcétera, todo ello salpicado
con distintas referencias autobiográficas. Sin embargo, con independencia de sus
voluminosas proporciones, a pesar de su vasta longitud y extensión, no obstante
la multitud de sus partes y capítulos, su autor nos advierte de que no ha
agotado, ni mucho menos, la materia entera, limitándose a transmitir clara y
concisamente (la palabra «conciso» en un texto de 14.000 páginas no deja de
llamar la atención) los principales fundamentos en que se basa el método del
sufismo. Y afirma rotundamente: «Este libro mío lo compuse, mejor diré, lo hizo
Dios, que no yo, para provecho de la humanidad, pues todo él es una revelación
de Dios».
A
ese respecto, señala también que, para escribir tanto ésta como sus demás
obras, nunca se atuvo a las pautas ordinarias de composición, sino que cuando
su «necesitado y pobre corazón, vacío de todo conocimiento» recibía alguna
inspiración, se limitaba a consignarla «por escrito en los términos exactos en
que le eran ordenados». En ocasiones, la inspiración que le acometía
era tan imperiosa que no dejaba de escribir hasta haber concluido el trabajo
que tenía entre manos, como si tuviese que sacar de su mente, vertiéndolo en
palabras, lo que le había sido revelado por la divina inspiración. Explica,
además, que algunas obras las escribió por mandato divino, mientras que otras
le fueron reveladas en sueños o mediante algún tipo de revelación mística.
En
contra de lo que sostiene una leyenda muy difundida, según la cual fue
asesinado por dos extremistas religiosos, lo único cierto es que Ibn ‘Arabî falleció
apaciblemente en su lecho, en Damasco, el 10 de Rabí del año 638, correspondiente al 16 de noviembre de 1240, a la
edad de setenta y cinco años. A lo largo de los siglos, la tumba original del
maestro fue cayendo en el olvido y, a lo sumo, conocían su existencia, en el
jardín de la casa de los Banû Zaqî —últimos protectores del maestro andalusí—,
algunos allegados e iniciados. Fue, a la postre, el sultán otomano Selim I,
quien rescató la tumba del olvido y erigió, en 1518, la mezquita, ubicada en el
monte Qâsiyûn, que hoy acoge sus restos.
El viaje
interior
Pero, más allá de sus abundantes
desplazamientos por la geografía exterior, el Shaykh al-Akbar fue, sobre todo, un
intrépido viajero de la geografía interior. Creo, además, que si no fuese por
sus viajes interiores —que lo llevaron más lejos que ningún otro tipo de recorrido—
no estaríamos hablando de sus viajes exteriores. Por esa razón, en esta parte
de la charla, me gustaría que nos centrásemos en ese territorio íntimo y
recóndito que es el paisaje más profundo del espíritu, en el que sólo se
adentran los exploradores más osados.
El musulmán es, ante todo —e Ibn ‘Arabî
constituye buena prueba de ello—, un viajero. El Islam no sólo es un itinerario
que conduce, a través de la Revelación, desde el ser humano hasta Dios, sino
que también alienta el movimiento cuando prescribe, al menos una vez en la
vida, la peregrinación a La Meca, mientras que varias aleyas coránicas
recomiendan encarecidamente recorrer constantemente la Vasta Tierra de Allâh,
donde Él ha esparcido sus signos. Siguiendo este consejo, fueron y siguen
siendo muchos los sabios que, al igual que Ibn ‘Arabî, han atravesado de manera
infatigable la tierra y el mar siempre en pos de los signos divinos. Existen
distintos tipos de viajes religiosos como, por ejemplo, peregrinaciones a
lugares sagrados, recorridos por parajes remotos e inhabitados, visitas a maestros
y tumbas de santos y, por supuesto, el viaje interior, efectuado en soledad y
sin moverse físicamente del sitio, mediante la oración y el recuerdo de Dios, el
cual conduce allí donde uno pierde toda referencia acerca de lugares y tiempos
porque, como declara Ibn Arabî en uno de sus escritos: «La verdad sólo se
revela a aquel que ha eliminado sus huellas y perdido hasta su nombre». Este
itinerario especial recibe el nombre de «Viaje Nocturno» y «Ascensión».
En
el texto publicado en castellano como El esplendor de los frutos del viaje (Isfâr ‘an natâ’if al-asfâr) —escrito
una vez asentado en Damasco—, afirma que todo cuanto existe se halla inmerso en
un viaje interminable: «El principio de la
existencia es el movimiento. En ella, no puede haber inmovilidad, pues regresaría a su origen, que es la nada.
Nunca jamás cesa el viaje, ni en el mundo superior ni en el inferior…» Asimismo,
agrupa todos los viajes en tres categorías: desde Él, hacia Él y en Él. El
viaje que procede de Allâh constituye el don de la existencia, el viaje en Él se
caracteriza por la perplejidad, el asombro y el extravío —puesto que Dios es
unión de contrarios—, mientras que el trayecto que conduce a Él es de dos
tipos, «por tierra y por mar», en referencia a la aleya coránica (10:22) que
explicita que Allâh es quien hace viajar a sus criaturas por tierra y por mar,
y que algunos intérpretes relacionan, respectivamente, con la fe y el
pensamiento racional o filosófico como caminos de aproximación a lo divino. Nos
advierte asimismo de que, si bien todos los viajes parten de Allâh y conducen
de nuevo a Él, el peregrino ha de saber que Allâh va con él, paradójicamente,
de principio a fin de su camino. Estemos donde estemos, Dios siempre nos
acompaña, porque como declara el Corán: «Él está con vosotros dondequiera que estéis»
(57:4).
Adán
y Eva emprendieron, tras su expulsión del Paraíso, su propio viaje hacia el
perdón. Por su parte, el profeta Idrîs acometió el viaje de la elevación, Noé
el de la salvación, José el de la astucia y de la prueba, Moisés el de la cita con
Dios, mientras que Muhammad emprendió el Viaje Nocturno y la Ascensión. Sólo
este último se encuentra a salvo de los peligros inherentes a otra clase de itinerarios,
puesto que no está motivado por la voluntad del sujeto, sino por una pura elección
divina. En el contexto del sufismo, este periplo extraordinario, más allá de
los confines del cuerpo y la conciencia del propio yo, es un hito que afrontan
quienes son arrebatados por Dios y, más concretamente, como hemos señalado antes,
por los santos que reciben su herencia espiritual de Muhammad. Según la
tradición, la diferencia entre el Viaje Nocturno del Profeta y el de sus
herederos es que, mientras el primero efectuó también con su cuerpo físico este
recorrido, los segundos sólo lo llevan a cabo en espíritu.
La
sección denominada «Viaje Nocturno» se refiere, en concreto, a la travesía horizontal
a lo largo de los reinos de la creación, simbolizados por los cuatro elementos clásicos
(de tierra, agua, fuego y aire) y por los cuatro reinos naturales (mineral,
vegetal, animal y humano), hasta arribar al emplazamiento desde el cual se
emprende la «Ascensión» propiamente dicha, representado por el lugar de
adoración más lejano, correspondiente a Jerusalén. Si la primera parte del
viaje tiene un carácter horizontal y nocturno, la segunda es vertical y conduce
directamente a la Luz de las luces. De ese modo, el Viaje Nocturno conlleva la
disolución de la naturaleza compuesta y, en su curso, el viajero abandona los
aspectos de su propia constitución correspondientes a los elementos y los
reinos naturales, hasta que queda, en un profundo proceso de de-creación,
totalmente despojado de sus envolturas materiales, y preparado para acometer la
Ascensión. La primera envoltura en disolverse es la humana, merced a un tipo de
muerte iniciática que, según explica nuestro autor, constituye un doloroso
proceso de «contracción» drástica de la conciencia del mundo exterior y de uno
mismo. Esa muerte santificada —o pequeña muerte voluntaria, como la define en
el segundo capítulo de las Futûhât—
libera de cualquier otra muerte, en consonancia con las palabras del Profeta:
«Morid antes de morir». Estamos hablando, por supuesto, de la muerte mística del
yo.
El
Shaykh al-Akbar aborda en diversas instancias los pormenores de su propio viaje
supramundano. Sin duda, la principal es el Libro
del Viaje Nocturno, escrito en Fez poco después de atravesar una
experiencia de esa índole. También nos ha legado, en las Futûhât, dos capítulos (el 167 y el 367) dedicados a este
particular. En las páginas siguientes combinaremos el contenido de estos
textos. En el primero de ellos, Ibn ‘Arabî comienza diciendo que, tras partir
de la tierra de al-Ándalus en busca de la casa santificada (es decir,
Jerusalén), llevando por báculo la entrega, el esfuerzo por lecho y la
confianza por alimento, se encuentra, en un lugar llamado la fuente de Arîn, con
un joven de esencia espiritual, cualidades señoriales e inclinación angélica. El
nombre de Arîn se refiere, según la geografía tradicional islámica, a un lugar mítico
ubicado a igual distancia entre los cuatro puntos cardinales. Se trata, pues,
de una alegoría referida al centro espiritual supremo del mundo pero también, desde
un punto de vista microcósmico, a aquello que la antropología sagrada denomina
«corazón». Esta interpretación parece bastante congruente, puesto que el
capítulo donde consigna este encuentro se titula, precisamente, «El viaje del
corazón».
Guiado por este
joven angélico arriba al primer cielo, la esfera de la Luna. Aquí, el primer
profeta, Adán, le instruye sobre los secretos relativos a la misericordia divina
que abarca todas las cosas, así como al carácter provisional de cualquier tipo
de padecimiento. Según le comunica Adán, el destino último de los seres
—incluidos los malvados— es la felicidad porque todas las cualidades y nombres
divinos, tanto los de rigor como los de misericordia, están regidos por el
nombre del Todo-Misericordioso, alfa y omega de la manifestación. Es la
compasión universal la que tiene la primera y la última palabra en la
existencia.
A partir de este primer cielo, el
viajero recorre, en ordenada sucesión, las restantes seis esferas celestiales,
cada una de ellas regida por un determinado profeta con el que mantiene un
instructivo diálogo sobre distintos aspectos doctrinales. De ese modo, en el
segundo cielo, correspondiente a Mercurio, se encuentra con Jesús y Juan el
Bautista, quienes representan, respectivamente, a espíritu y vida. Jesús le
explica que la vida se difunde por doquier en el universo —hasta en las
piedras— y que ambos principios (espíritu y vida) son inseparables.
En
el tercer cielo, la esfera de Venus, habita José, arquetipo de la belleza y
depositario del conocimiento poético y la oniromancia, quien le transmite la
enseñanza de que uno tan sólo debe confiar en el sabor de su propia
experiencia.
El
cuarto cielo —esfera central del sol y corazón del cosmos— es el emplazamiento
donde fue transportado Idrîs en cuerpo y alma. Con dicho profeta entabla un
diálogo en el que Idrîs le explica que Dios siempre está de acuerdo con lo que
se dice acerca de Él. Cualquier tentativa de definir la realidad última es
correcta desde el punto de vista de lo que incluye y falsa si tenemos en cuenta
todo lo que excluye.
El
quinto cielo —también llamado el mundo del temor, la aflicción y la cólera
divina— es el punto donde emerge la divergencia y el conflicto en el dominio de
la creación. Aquí, sostiene con Aarón, el profeta que preside esta esfera
celestial, un substancioso diálogo donde ambos abordan un tópico fundamental en
el pensamiento akbarí, esto es, la afirmación de la realidad del cosmos en
contra de quienes sostienen que es una completa ilusión. Aarón le advierte que
el desconocimiento de que el cosmos es una manifestación divina ha conducido a
muchos a negar su realidad, olvidando que la existencia del cosmos forma parte
de la perfección divina.
Por
su parte, el sexto cielo —el de Júpiter— es el reino del «amor celoso» y se halla
bajo el arbitrio de Moisés, quien le explica que las revelaciones divinas (o teofanías)
siempre asumen la forma de las creencias y necesidades del buscador. Cada vez
que experimentamos una carencia —material o espiritual— lo que nos falta, en
realidad, es Dios, y quien desea algo o a alguien por su belleza está prendado,
en el fondo, de la belleza divina.
El
séptimo y último cielo —la esfera de Saturno, el dominio de la gravedad, la
serenidad, la estabilidad y la trampa divina— está regido por Abraham. La
vinculación de la presente esfera con la trampa divina tiene que ver con el
hecho de que constituye el final de la ascensión a través de las esferas
celestiales, con lo que el viajero puede creer que ha arribado a su destino y
ya no le queda ningún mundo que sobrepasar, ni ninguna nueva comprensión que
alcanzar. Es en este emplazamiento donde se alza la Ka’ba celeste, prototipo de
la terrestre y meta de la peregrinación continua de los ángeles. Tal como le
aconseja Abraham: «Estando presente con Dios en todo momento, haz que tu
corazón sea como esta casa». Porque este portentoso viaje no transcurre, en
definitiva, sino en el mismo corazón del viajero, un corazón tan amplio y
profundo como para albergar a Allâh, en consonancia con el dicho profético: «Ni
los cielos ni la tierra pueden contenerme. Sólo el corazón de Mi siervo piadoso
me contiene».
La
llegada al Azufaifo del Límite (sidrat al-muntahâ) pone fin a
la presente etapa de la ascensión. Este es también el punto donde, según las
narraciones clásicas, el arcángel Gabriel deja a Muhammad para que prosiga a solas
su recorrido. El Azufaifo del Límite, cubierto por una luz impenetrable, es
descrito como un gran árbol resplandeciente del que mana un caudaloso río,
diversificado en tres arroyos —Torá, Evangelios y Corán—, subdivididos a su vez
en múltiples corrientes menores. Cada una representa un tipo de revelación y
quien bebe de sus aguas recibe la herencia profética correspondiente.
Pero el viajero
no se detiene aquí, sino que prosigue su trayectoria ascendente atravesando —según
recoge en el capítulo 167 de las Futûhât—
las esferas de las estaciones, las estrellas fijas, el cielo sin estrellas, el
Pedestal, la Luz excelsa y el Trono del Misericordioso, el cual marca el límite
superior de los cuerpos y las formas. Las esferas existenciales que visita en
la siguiente etapa de su periplo son la substancia universal, la naturaleza sin
componer, la Tabla preservada, el Cálamo supremo, la Nube primordial y la
divina presencia del Uno-Único.
Y, en la cúspide
de su ascensión —y citamos ahora el capítulo 367—, Ibn ‘Arabî cobra plena
conciencia de que es el heredero de la sabiduría sintética de Muhammad al
escuchar las palabras coránicas: «Di, creemos en Dios y en lo que ha descendido
sobre Abraham, Ismael y Jacob y las tribus, y en lo que recibieron de su Señor
Moisés, Jesús y los profetas. No hacemos distinción entre ninguno de ellos y
nos sometemos a Él» (Cor. 3:84). Y concluye diciendo: «De ese modo,
alcancé, durante este Viaje Nocturno, los verdaderos significados de todos los
nombres y vi que todos ellos remitían a un solo Nombrado y a una misma Esencia.
Ese Nombrado era el objeto de mi contemplación y esa realidad esencial era mi
propio ser. Porque mi viaje sólo ocurrió en mí mismo y sólo me condujo a mí
mismo y, gracias a ello, llegué a saber que era un puro servidor sin el menor
rastro de soberanía».
Es
entonces cuando se emprende el retorno, pues el Viaje Nocturno y la Ascensión
no constituyen sino la mitad del recorrido. La otra mitad consiste en el
regreso a la vida cotidiana para ayudar a los demás. Si bien hay individuos que
no vuelven nunca, quedando para siempre subyugados por el esplendor y la
majestad de la presencia divina, la plenitud de la santidad sólo se completa a
través del servicio a las criaturas. Así pues, aquellos que, como Ibn ‘Arabî, retornan
para guiar a otros seres reciben el nombre de «conocedores» y «herederos».
El término
«heredero» alude, como ya hemos mencionado, al hecho de que los santos que
llevan a cabo este viaje prodigioso reciben en su curso una determinada
herencia profética. Heredar de un profeta o, como también escribe el Shaykh
al-Akbar, hablar la lengua de un profeta, significa que el santo en cuestión
sigue de manera especial sus enseñanzas y manifiesta carismas propios de ese
legado profético. Recordemos que Ibn ‘Arabî establece una variada tipología
espiritual formada por santos crísticos, mosaicos, muhammadíes y muchos otros.
La principal diferencia entre los herederos muhammadíes y el resto de los
santos es que, si bien estos últimos convocan a la adoración divina en el
lenguaje de un profeta concreto, los herederos muhammadíes —también llamados malamîyya o Gentes de la Reprobación, la
Inmutabilidad y la Realidad Esencial— convocan a la adoración en el lenguaje
totalizador de Muhammad, el cual resume el mensaje de los profetas anteriores. El
malamî acepta plenamente las condiciones de la vida ordinaria, respeta
los velos que Dios ha interpuesto entre sí y su creación y cumple íntegramente
el retorno a las criaturas apareciendo como una más de ellas.
Me gustaría efectuar ahora una pequeña
digresión para resaltar que, a pesar de que la anterior descripción del Viaje
Nocturno y la Ascensión está basada en una visión cosmológica tradicional, en
la que la Tierra ocupa el centro y el lugar más bajo del universo, girando
alrededor de ella las esferas planetarias, Ibn ‘Arabî también consigna en algunos
de sus escritos una visión heliocéntrica del mundo, más acorde con la perspectiva
actual. Así pues, afirma claramente, en los capítulos primero y segundo de las Futûhât, que «el movimiento de la Tierra,
que no es aparente para nosotros, se produce en torno a su centro, puesto que
es una esfera» (Futûhât, I, p. 123).
Y señala también que, si no percibimos el movimiento de la Tierra y de las
estrellas, es «porque todos ellos se desplazan simultáneamente» (Futûhât, II, p. 677). La lectura de Ibn
‘Arabî siempre es una caja llena de sorpresas. En cualquier caso, debemos tener
en cuenta que, si esta descripción se refiere al ordenamiento físico del
universo, la que utiliza para describir el Viaje Nocturno y la Ascensión es una
visión simbólica que se ocupa, no lo olvidemos, de describir acontecimientos
internos o espirituales de un orden completamente distinto.
Hemos acompañado a Ibn ‘Arabî en sus
viajes por al-Ándalus, el Magreb y Oriente Medio, algunos de ellos, como su
paso por las ciudades de Córdoba, Fez, Túnez y La Meca, jalonados por profundas
y determinantes experiencias que marcarían el rumbo de su biografía y le
llevarían a asumir la alta función espiritual,
el sello de la santidad muhammadí, a la que siempre se creyó destinado. Pero
no menos importante es su viaje de descenso, desde el centro supremo de la
revelación muhammadí, la Ka’ba, para enseñar a los demás, un viaje de enseñanza
que le llevó a recorrer, durante dos décadas, varias veces Oriente Medio.
También nos hemos asomado al prodigioso itinerario del Viaje nocturno y la
Ascensión, un recorrido íntimo que conduce más lejos o, si se prefiere, más
cerca que ningún otro, puesto que este viaje extraordinario, según nos dice, no
transcurre sino en el propio corazón del viajero.
Y ya para concluir, tan sólo quisiera
añadir que, en sus escritos, Ibn ‘Arabî insiste en que se dirige a todos los
seres humanos, no sólo a quienes son musulmanes nominalmente, sino a cualquier
persona con independencia de sus creencias, puesto que la ley del Profeta —señala—
«abraza a todos los seres humanos sin excepción, y su misericordia, en virtud
de la cual nos ha sido enviado, abarca a todo el universo […]. Su comunidad
engloba a todos los seres […]; crean o no en él, todos forman parte de ella» (Futûhât, III, pp. 141-44).
Tal vez sea esta apertura, esta visión
amplia y universal del Islam, una de las claves que explican la difusión y la
vigencia de su obra.