sábado, 4 de febrero de 2012



INTRODUCCIÓN


         El murciano Ibn ‘Arabī es, sin duda, uno de los autores, pensadores, visionarios y contemplativos de mayor altura —y, probablemente, de más proyección universal— que ha alumbrado este país, por más que su ingente e importante obra haya sido prácticamente ignorada, hasta hace muy poco, en su tierra natal. Su figura ha sido merecedora, en el contexto cultural islámico, de diversos sobrenombres laudatorios como, por ejemplo, «el más grande de los maestros» o Magister Maximus (al-Šayj al-Akbar), defensor de la religión (Muúyīddīn), sello de los santos de Muúammad, maestro exaltado, guía del mundo, sultán de los conocedores o el alquímico «azufre rojo» y otros títulos, más o menos esotéricos, cuya enumeración ocuparía una página entera, lo cual nos brinda una somera idea de la importancia que reviste el personaje no sólo para la historia del sufismo, sino también para la historia universal de la espiritualidad.
Según algunos estudiosos contemporáneos —como Henry Corbin, Mircea Eliade o René Guenón, por citar a unos pocos—, Ibn ‘Arabī es uno de los más insignes representantes de la llamada Filosofía Perenne o Tradición Unánime. Mircea Eliade escribe que constituye uno de los genios más profundos del sufismo y de la historia de la espiritualidad. Por su parte, Henry Corbin, quien ha dedicado encomiables estudios al pensamiento del Šayj al-Akbar, también afirma rotundamente que es uno de los mayores teósofos y visionarios de todos los tiempos.1 Sin embargo, no es menos cierto que, desde la intransigencia más recalcitrante, también ha recibido otros epítetos menos amables por parte de sus detractores, quienes han llegado a calificarlo de destructor de la religión, ateo y enemigo de Dios o, sin llegar a tales extremos, como un mero «gramático del esoterismo musulmán».2 Asimismo, ha habido especialistas que, tal vez, sin pretender enturbiar deliberadamente su figura, han arribado a conclusiones un tanto reduccionistas sobre su vida y su pensamiento como, por ejemplo, que era un contumaz panteísta. No obstante, es éste un calificativo que no sólo se ha endosado al sabio murciano, ya que Menéndez Pelayo, por ejemplo, en su Historia de los heterodoxos españoles, subsume toda la filosofía mística hebrea y musulmana —y, por ende, también el pensamiento de Ibn ‘Arabī— bajo el dudoso epígrafe de «panteísmo semítico».3
         Al igual que otros importantes sabios y místicos musulmanes de la historia de nuestro país, el Magister Maximus fue un completo desconocido en su tierra de origen hasta que, de la mano del sacerdote aragonés Miguel Asín Palacios —discípulo, por cierto, de Menéndez Pelayo—, comenzó a ser rescatado de las catacumbas de nuestra historia cultural. Curiosamente, a pesar de la encomiable tarea de estudio, traducción y difusión llevada a cabo por este insigne sacerdote, que permitió sacar a la luz una mínima parte del tesoro de la sabiduría de Ibn ‘Arabī, una de las conclusiones más chocantes a las que arriba, es que el Šayj al-Akbar estaba aquejado de una grave epilepsia, responsable, en buena medida, de sus profundas experiencias visionarias y espirituales. Por otro lado, también sostiene que recibió importantes influencias cristianas ya que, en su opinión, es imposible que, al margen de la iglesia católica, puedan producirse genuinos fenómenos espirituales. Tales son los prejuicios que, muchas veces, atenazan a los estudios religiosos.
         No debemos menospreciar, arrastrados por oscuros motivos ideológicos, el decisivo papel desempeñado por Ibn ‘Arabī, y otros personajes como él, en la génesis de la espiritualidad peninsular. No se puede entender la historia religiosa y cultural de este país desdeñando la influencia que ha tenido en ella el factor islámico. Nosotros, que hemos sido grandes «exportadores» de doctrina cristiana, parecemos ignorar que, entre los contemplativos musulmanes que nacieron y crecieron en esta tierra, hay muchos que merecen enmarcarse entre los grandes genios de la espiritualidad universal. La Península Ibérica no sólo ha sido reserva de espiritualidad cristiana, con representantes de la talla de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o Miguel de Molinos, sino también con insignes personajes, en la historia religiosa musulmana, como el cordobés Ibn Masarra, el almeriense Ibn al-‘Arīf y el sevillano Abū Madyan, entre otros muchos. Y también podríamos citar, en el mismo sentido, a gigantes de la filosofía y la mística hebrea como el cordobés Maimónides, el aragonés Abraham Abulafia o Moisés de León, etcétera. Por esa razón, cuando el emperador Carlos I afirmara que, para hablar con Dios, el mejor idioma era el castellano, olvidaba por completo que, siguiendo ese mismo razonamiento, en nuestro país se podía conversar con Dios en hebreo y en árabe con idéntica fluidez, puesto que los místicos judíos y musulmanes alcanzaron idénticas cotas espirituales, si no más, que los místicos católicos. Sería una horrible mutilación de la historia y del espíritu ibérico concluir alegremente que la espiritualidad hebrea y musulmana no ha tenido influencia destacable alguna en la espiritualidad cristiana posterior.
         En lo que concierne, más concretamente, a Ibn ‘Arabī, éste no sólo fue un viajero de lo desconocido, un genuino cartógrafo espiritual en el más estricto sentido del término y un contemplativo consumado que cultivó diversas ramas del saber tradicional, como alquimia, poesía o teosofía, sino también un conocedor directo de la insondable profundidad divina y, por consiguiente, un genuino «amigo de Dios», pues así es como se denominan los santos musulmanes. Además de experimentar profundos estados de conciencia místicos y visionarios, supo sistematizarlos y explicarlos de manera pormenorizada. En el terreno filosófico, su pensamiento ha sido comparado con el del germano Meister Eckhart y también con Nicolás de Cusa, y no faltan los estudios que abordan las similitudes entre su doctrina y el taoísmo.4 El mismo título del trabajo pionero de Miguel Asín Palacios, El Islam cristianizado, no parece sino hacerse eco, aunque de manera inconsciente, de la universalidad de un mensaje que, si bien se le antojó cristiano al insigne arabista aragonés, bebe de fuentes que trascienden las diferencias religiosas superficiales.
         Por otro lado, sus abundantes escritos —en especial, su enciclopédica obra Las iluminaciones de La Meca, compendio de todo el saber musulmán— no sólo contienen profundas enseñanzas religiosas y filosóficas, sino también abundantes detalles autobiográficos que constituyen un auténtico escaparate de experiencias espirituales, revelaciones, visiones y vivencias personales de muy variada naturaleza. Muchos sabios musulmanes fueron, al igual que Ibn ‘Arabī, renacentistas avant-la-lettre, esto es, individuos que no dividían el cultivo del saber y que dominaban campos de conocimiento muy dispares, si bien es cierto que todas las ciencias convergían, a la postre, en un solo objetivo: el conocimiento divino. La producción literaria del Šayj al-Akbar es colosal y sólo ha sido traducida de manera muy fragmentaria, tanto al castellano como a otras lenguas occidentales. Es autor de más de trescientas cincuenta obras reconocidas, aunque se le atribuyen alrededor de ochocientas.5 Algunos de esos tratados son de dimensiones voluminosas, como la recién citada Las iluminaciones de La Meca, la cual consta de quinientos sesenta capítulos y ocupa varios miles de páginas, mientras que otros son opúsculos y epístolas de apenas unas cuantas hojas. Mención aparte merece su producción poética, sobre la que se cierne todavía, a falta de buenas traducciones y ediciones críticas de la misma, un espeso manto de olvido en el contexto literario occidental. La excepción en ese sentido es el poemario titulado El intérprete de los deseos,6 que ha sido objeto de algunas versiones en distintas lenguas europeas.
Visionario, poeta, místico, teósofo, viajero, pueden aplicarse muchos calificativos a la persona de Ibn ‘Arabī, pero él se definió a sí mismo como un trujamán, un intérprete de la pasión, un traductor del más ardiente anhelo divino y un heredero de la sabiduría profética. En el entorno musulmán, su vida y obra, sus inmensos conocimientos y llamativas experiencias personales, no sólo han influido en distintas escuelas de pensamiento —tanto chiíes como sunníes—, sino que han sido objeto de todo tipo de leyendas apócrifas. Son varias las que se le atribuyen, desde que fue asesinado por dos fanáticos religiosos, muriendo inmensamente rico, hasta que mantuvo encuentros reales, muy poco probables, con personajes como Šams de Tabriz, compañero y maestro del famoso místico y poeta persa Rūmī, y Suhrawardī, el llamado «maestro de la luz» y uno de los sabios persas más importantes de la época. En el terreno puramente intelectual, su nombre gozaba de tanto prestigio durante el imperio otomano, que bastaba con que algún texto se le adjudicase para que pasase a formar parte de la biblioteca del sultán. Y es que su inmensa sabiduría también ha sido motivo de leyenda. Tal es así que, a su ya de por sí voluminosa obra, se han agregado erróneamente textos e incluso traducciones ajenas como, por ejemplo, la versión sufí de un texto yóguico-tántrico titulado Amratkund.7 Un caso similar es el del pequeño opúsculo conocido como El tratado de la unidad, uno de los textos más publicados en castellano, que ha sido atribuido una y otra vez erróneamente a Ibn ‘Arabī, a pesar de que Michel Chodkiewicz, especialista en la obra akbarí, haya demostrado que pertenece a un seguidor llamado Awúad al-Dīn Balyānī (m. 1288).8 Otra anécdota histórica relacionada con nuestro autor, índice de la relevancia del personaje en el ámbito cultural islámico, es que el Taj Mahal, el famoso mausoleo de India, fue construido de acuerdo a los planos del paraíso que figuran en Las iluminaciones de La Meca.9
         Este humilde trabajo únicamente aspira a ser una invitación a navegar por el «océano sin orillas» que constituye la vida y obra del más grande de los maestros, procurando que sea la propia voz del Šayj al-Akbar la que vaya relatando algunos de los hitos externos e internos de su vida y describiendo los rasgos más importantes de su pensamiento. A diferencia de otros estudios existentes, el presente libro tan sólo es una aproximación o presentación y, por esa razón, me he decantado por la sencillez expositiva en detrimento de otras consideraciones de carácter más erudito y académico.
         El apartado biográfico que abre el libro no intenta, ni mucho menos, ser exhaustivo, sino tan sólo destacar y ubicar cronológicamente algunos de los principales eventos vivenciales, literarios y espirituales que jalonan la trayectoria vital de Ibn ‘Arabī —como, por ejemplo, su temprana iluminación a la edad, a lo sumo, de catorce o quince años—, haciendo hincapié en algunas de sus obras escritas más importantes. Dada su vastísima producción literaria, resultaría imposible consignarlas en su totalidad. De especial ayuda ha sido, en este apartado, el excelente estudio titulado La búsqueda del azufre rojo, de Claude Addas, hija del profesor Michel Chodkiewicz, quien ha mamado desde muy niña la filosofía y la espiritualidad del Šayj al-Akbar, y corrige algunas imprecisiones, no por repetidas menos graves, relativas a su biografía. En ese capítulo, también ha sido fuente de obligada referencia la titulada Vidas de santones andaluces: La «epístola de la santidad»,10 una colección hagiográfica de inestimable valor y una auténtica radiografía de la vida religiosa en el al-Andalus de la época.
         En lo que respecta a la sección de las enseñanzas, hay que señalar que el sinuoso discurso de Ibn ‘Arabī no se deja sistematizar con facilidad y, mucho menos, resumir. No se puede encorsetar en el molde de las ideas preestablecidas y es demasiado exuberante para acotarlo en las categorías filosóficas y teológicas habituales. Muchos de sus textos suelen ser densos, mientras que el estudio exhaustivo de su obra, y de lo que en ella se trata, es labor que insumiría una vida entera. No obstante, ciertos mensajes recurrentes van cobrando fuerza en la medida en que profundizamos en sus escritos, proporcionando también algunos de los cauces por los que transcurre la presente introducción a su pensamiento.
Tal vez el más importante de ellos sea el elevado valor asignado al conocimiento, entendido éste en su triple acepción de conocimiento del cosmos, de uno mismo y de Dios, pues los tres constituyen los indispensables pasos lógicos que conducen a un solo desenlace epistemológico. La tradición sufí siempre ha considerado que el conocimiento del propio yo es el requisito indispensable para arribar, en la medida en que éste resulte posible, al siempre paradójico conocimiento de Dios. Asimismo, es el conocimiento el que permite discernir la unidad del ser bajo la aparente multiplicidad de los existentes y también el que nos lleva a percibir a un mismo adorado bajo nuestros múltiples ídolos mentales, emocionales y materiales. Precisar tan sólo que el conocimiento al que se hace referencia aquí constituye una aprehensión directa de la realidad, una percepción inmediata o de «sabor» —como él la denomina—, basada en la apertura espiritual.
         Sin desdeñar el papel esencial que desempeña el conocimiento en la cosmovisión akbarí, no podemos olvidar que el amor aporta el contrapeso inevitable en cualquier empresa espiritual. El amor, en Ibn ‘Arabī, es tan arrebatado y entregado, como lúcido y sabio, dado que el auténtico amante también es, en su opinión, un profundo conocedor que sabe perfectamente quién es el sujeto y el objeto último de su pasión, es decir, Dios o la realidad última. La ignorancia a este respecto no sólo aboca a todo tipo de idolatrías, más o menos burdas, sino que también escinde al amor total —el amor que es, al unísono, cuerpo y espíritu— en inagotables y fragmentados objetos de deseo. Señala, además, que la mujer es el más adecuado soporte para la contemplación de la belleza divina y, con ello, se enmarca abiertamente en la tradición de los llamados Fieles de Amor, quienes sostienen que el culto a Dios, personificado en el principio femenino, conforma un sendero de sabiduría autónomo y completo en sí mismo. Pasando del amor humano al divino, el Šayj al-Akbar subraya una y otra vez, a lo largo de su obra, la preeminencia de la misericordia y la compasión divinas sobre cualquier otra consideración, tanto en el movimiento original que hace emerger a la creación desde el no-ser, como en su desenlace último, pues todo ha de retornar de manera inexorable al amor de donde ha surgido. En consecuencia, ningún sufrimiento, ningún padecimiento —incluido el hipotético castigo eterno postulado por las teologías dogmáticas— perdura para siempre.
         Otra cuestión decisiva es la denominada incomparabilidad y semejanza divinas —o trascendencia e inmanencia—, vinculadas respectivamente a las facultades de razón e imaginación. Si la primera sostiene que Dios es inconcebible y está más allá de cualquier atributo que podamos tratar de asignarle, la imaginación es capaz de concebirlo de todos los modos posibles. Razón e imaginación deben cooperar estrechamente en materia de religión. En ese sentido, insiste en denunciar los extremismos en que pueden incurrir las citadas posturas teológicas y explica que es el mensaje del profeta Muúammad, maestro por excelencia de la síntesis, el que combina perfectamente ambas perspectivas. No son pocas las ocasiones en las que señala que el Alcorán alude a dicha síntesis en la declaración, aparentemente contradictoria, de que: «Nada hay como Él. Él es el Vidente, el Oyente» (42:11),11 puesto que la primera parte de la frase expresa la completa incomparabilidad de Dios, mientras que la segunda lo asimila a cualidades sensibles como visión y audición. Es una variación sobre el destacado tema de la «coincidencia de opuestos» que el Šayj al-Akbar y otros maestros sufíes refieren como una de las posibles definiciones de la divinidad.
         Otro punto capital en la cosmovisión akbarí es el de la imaginación tanto en su sentido ontológico, porque más o menos imaginaria o metafórica es la naturaleza de todo lo que no es Dios, como epistemológico, ya que la facultad imaginativa constituye un adecuado instrumento de comprensión que, combinado con el ejercicio de la razón, puede equilibrar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Pero la imaginación también es un dominio autónomo, dotado de vida propia, en el que —según la definición de Ibn ‘Arabī— se materializan los espíritus y se espiritualizan los cuerpos, un ámbito de encuentro entre realidades complementarias donde asciende el místico en su adoración y donde desciende el Dios inaccesible para convertirse en objeto «visible» de amor y conocimiento. En cualquier caso, no podemos soslayar que, por más importante que sea el mundo imaginal, el Šayj al-Akbar también nos informa de la existencia de otros dominios ontológicos —como el plano puramente inteligible de los significados desnudos— y de profundos estados místicos, ubicados más allá de formas e imágenes, en los que no sólo se diluye cualquier visión, sino que también se extingue, provisionalmente, la conciencia del yo.
         Con independencia de otras consideraciones teóricas, lo que nos describe Ibn ‘Arabī en sus escritos no son sino los pormenores del prodigioso viaje espiritual que conduce, pasando por los diferentes reinos de la naturaleza —humano, animal, vegetal y mineral— y ascendiendo a través de las esferas celestiales, hasta arribar al corazón de la existencia y el horizonte supremo, que es una de las denominaciones que recibe Dios en el Corán (53:7). El viaje —exterior e interior— es un motivo recurrente, tanto en la obra de Ibn ‘Arabī como en su propia vida. Por otra parte, el modelo de esta clase de periplo metafísico nos lo proporciona, en el ámbito del sufismo, el llamado Viaje Nocturno y la Ascensión, un tipo de experiencia mística, cuyo principal exponente es el recorrido iniciático del profeta Muúammad, donde el sujeto se ve transportado hasta la presencia inmediata de Dios.
El Šayj al-Akbar concede especial importancia a los pormenores prácticos concernientes a la vida religiosa: oración, recuerdo de los nombres divinos, ayuno, peregrinación, examen de conciencia, retiro, etcétera. En ese contexto, distingue entre adoración esencial y adoración ritual. La primera de ellas se refiere a la adoración natural que, en su exclusivo y desconocido lenguaje, rinden a Dios todos los seres sin saberlo, mientras que la segunda consiste en los mandamientos transmitidos por los diferentes enviados religiosos. Resulta imperativo cobrar conciencia de dicha adoración esencial e ineludible, ya que aporta la base de la adoración prescrita y voluntaria. Sólo el ser humano está en condiciones de conjugar ambos tipos de adoración.
El conjunto de la doctrina de Ibn ‘Arabī converge, a la postre, en su concepción del ser humano perfecto, quien es, en su opinión, el espejo y el ojo de Dios en el cosmos. De ese modo, el individuo que ha realizado plenamente su potencial espiritual se transforma en eje que comunica cielo y tierra, en confluencia de tiempo y eternidad y en compasivo ojo a través del cual el Todo-Misericordioso derrama sus bendiciones sobre los mundos. En tanto que microcosmos y síntesis de la creación, el ser humano congrega realidades contrapuestas. Por eso, buena parte del trabajo espiritual estriba en la armonización de los aspectos en apariencia contradictorios del ser. En consonancia con su naturaleza universal y sintética, el ser humano perfecto también respeta las distintas religiones y creencias como expresiones de una sola verdad.
Y, como epítome de dicha perfección, no podemos sino evocar a los santos o «amigos de Dios» y, entre ellos, a las «gentes de la reprobación» (malāmiyya) y los «solitarios» (afrād), los cuales engrosan las filas de la santidad suprema. A pesar de sus más que encomiables virtudes, quienes componen ese selecto grupo disimulan sus profundas experiencias espirituales y, por tanto, suelen ser considerados personas ordinarias que no se arrogan ninguna sabiduría ni poder especial. Como reza un antiguo adagio sufí: «Cuando están, nadie advierte su presencia y, si se marchan, ninguno se percata de su ausencia».
         Una importante cuestión que no podemos dejar de abordar en esta breve introducción es la utilización del vocablo «Dios» o «Allāh». A pesar de que hay quienes sostienen que el primer término está espiritualmente manipulado y que despierta asociaciones culturales erróneas para las personas que tratan de introducirse en el Islam, pienso que el término «Allāh» no se halla expuesto a menores peligros de la misma índole. En mi modesta opinión, ambas nociones son plenamente intercambiables e igualmente inabarcables e inagotables. Me parece una aberración distinguir entre Dios y Allāh —como si este último fuese la divinidad adorada exclusivamente por los musulmanes—, olvidando que los cristianos árabo-parlantes también dicen o escriben «Allāh» para designar a lo que denominamos «Dios» en castellano. Es como si se plantease que el inglés «God» o el francés «Dieu» se refieren a la divinidad que adoran ingleses y franceses respectivamente.
Para algunos, la palabra «Dios» —no digamos ya Allāh— parece comportar una suerte de agresión intelectual que despierta una reacción defensiva automática. Sin embargo, si las críticas hacia la idea de Dios son superficiales, los argumentos que suelen esgrimirse en su defensa no lo son menos. En cualquier caso, eso que llamamos «Dios» siempre está, por naturaleza, más allá del alcance de nuestras posibilidades intelectuales. Así, muchos pueden opinar que Dios existe o no existe o que es esto o aquello, pero pocos parecen comprender que trasciende existencia y no-existencia, que son nociones enteramente humanas y, por consiguiente, condicionadas. Y, si Dios no está limitado, como nos dice el Šayj al-Akbar, siquiera por la ausencia de límites, entonces, no existe como un objeto material, emocional o mental —es decir, como un trozo de madera, un libro, una sofisticada construcción teológica o un blanco ideal donde proyectar nuestros deseos y temores más profundos—, sino que Él puede mostrarse como quiera y asumir cualquier forma o ninguna de ellas. Por eso, apegarse a un solo tipo de revelación o manifestación divina aboca a una peligrosa e insana idolatría. Cada existente, cada flor, cada mariposa, cada nuevo aliento, puede ser ciertamente un signo divino, pero Él no está atado a ningún lugar ni cosa, sino que también reside en el no-dónde, en la no-cosa, en el no-estar.
El Dios al que aludimos en estas páginas es el Dios de los místicos, el Dios de la belleza y el amor, pero también el Dios de los filósofos —motor inmóvil, pensamiento del pensamiento, acto puro, coincidentia oppositorum—, el Uno-Ser-Todo de los antiguos sabios helénicos, sin olvidar tampoco al Dios del «carbonero» y al Dios ignorado de aquellos que creen carecer de él. Como veremos, el Dios buscado por todos ellos es una misma realidad capaz de asumir muy diversas expresiones que siempre estarán en consonancia con nuestra capacidad de comprensión. Para algunos, por ejemplo, Dios es puro amor, sabiduría y belleza mientras que, para otros, es una figura terrible e intransigente que juzga a vivos y a muertos desde una nube inaccesible, e incluso hay muchas personas para las que su Dios —o su «Señor», como matizaría Ibn ‘Arabī— es el poder, el dinero, el sexo o el consumo. No obstante, todos son reflejos, más o menos opacos, de una verdad inabarcable que, si bien se nos muestra sin cesar, nunca es percibida tal como es porque, como el agua, siempre adopta la forma del recipiente que la acoge.
         Tampoco quisiera dejar de mencionar la cuestión de si hace falta saber árabe para adentrarse en este tipo de estudios. Planteémoslo de otro modo, ¿hay que dominar el idioma sánscrito para escribir sobre hinduismo o el tibetano para hablar de budismo? Definitivamente, no. Desde luego, un somero dominio del idioma en que están vertidos los textos originales es de inestimable ayuda. De cualquier modo, aunque éste no es un libro que verse sobre cuestiones lingüísticas, dada la importancia que Ibn ‘Arabī atribuye a la palabra y a su interpretación, es imposible que, en ocasiones, no se haga referencia a determinados términos y etimologías árabes. No obstante, en aras de la simplicidad, he optado por reducir, en la medida de lo posible, ese tipo de tecnicismos. La misma orientación sigo en los textos traducidos, eliminando casi todos los vocablos árabes que los traductores suelen situar entre paréntesis.
         Tan sólo espero haber leído bien y haber resumido, con un mínimo de coherencia, mis lecturas. Ojala que otros lectores puedan extraer algún provecho de ellas. 

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